Ese
gato sonreía
Nicolás Jozami
Para mí sí. Por eso ahora que lo he
vuelto a ver, rondando por la casa, me da pena no sólo su actitud,
sin sonrisa, sino también el pelo apelmazado en las patas, las
orejas caídas, el paso gris y torcido cuando decidía aparecer un
momento para reclamar comida y apartarse después en algún rincón o
debajo del sillón más alejado del living. Nunca se dejó acariciar
mucho, solamente hacía esas morisquetas interesadas, siempre
interesadas, rozando los pantalones, y hasta abriendo la boca y
sacando la lengua para indicar lo que buscaba.
Cuando llegábamos a casa de los abuelos,
a pasar parte de las vacaciones, Ludovico se alteraba. No lo notaba
yo solo, sino mis primos, tíos, mis papás, que se quejaban de
molestar tantos días todos juntos en casa de los abuelos. Ludovico
parecía recibirnos de ese modo, y hasta se ofrecía de espectáculo
unos momentos para nosotros, cuando andábamos por el patio o en el
salón de juegos. Era por esa época que digo que él tenía bastante
hambre. Lo veíamos comer cada cosa que le dejaban, y hasta no
terminar el plato hondo, no se movía del lugar.
Los animales también envejecen; eso lo
sabía. Era lindo verlo arriba del piano de los abuelos, cuando me
pedían que tocara algo, para deleite de la familia reunida, y a
algunos de los primos -que no tocaban ni sabían de música- se les
daba por acercarse de costado, agachándose, sin que los vieran, y
meterle fuerte las manos a algunas teclas para que Ludovico saltara
como una liebre. Me siguen pidiendo a veces que toque algo, para
pocos ya, pero aunque las melodías que hago siento que no envejecen,
el gato no puede subirse al piano y quedarse mucho tiempo sin
lamerse, sin doblarse, sin impacientarse.
En unas vacaciones de invierno, tras
tocar algo en el piano, que quería acercarse a un momento de un
pianista alemán, fue que levanté la vista hacia el espejo ovalado
en la pared del fondo, en el que vi reflejados a la tía y a algunos
primos, y por un segundo me di cuenta de que Ludovico sonreía frente
a mí, sobre el piano. Una sonrisa sobria, pero sonrisa al fin. Miré
un par de veces más por sobre los aplausos, tratando de concentrarme
en las facciones del animal, pero no, lo que siguió a la sonrisa fue
el abrir de su boca para sacar la lengua y pasársela por todos
lados, mostrando los dientes chiquitos pero fuertes. Estuve a punto
de preguntar si los demás habían podido ver lo mismo, pero, al
estar sentado únicamente yo en el piano y tener a Ludovico de
frente, descarté la consulta.
La pasábamos bárbaro, aunque cada vez
que el gato se mostraba, la impaciencia me ubicaba en el lugar
preciso para poder observar su boca, sus bigotes, gestos que
reiteraran lo que me parecía haber visto. La nariz de los gatos se
arruga seguido, por eso en cada encuentro, yo esperaba el movimiento
de su cara con algo que lo invitara nuevamente a sonreír.
Los primos no podíamos dormir juntos,
porque al primero que desertaba, los demás le hacíamos bromas:
pintar el cachete con algo, poner dentífrico en los labios, o vaciar
el desodorante en la frente o en la planta de los pies del dormido. A
veces claro que la abuela nos venía a retar a las piezas, -era a
quien le hacíamos caso- pero cuando era mi papá o algún tío,
parábamos unos minutos solamente para seguir con esas travesuras. No
me animé tampoco a contarles a los primos, en las noches de esas
vacaciones, lo que había hecho Ludovico cuando me pidieron que
tocara el piano.
En el salón de juegos, desde donde
sacábamos lo que queríamos de las cajas, ordenadas las cosas como
el ánimo del abuelo lo dictara, pasó el gato a través de una torre
de cubos y logré ver nuevamente su sonrisa. Me levanté (estaba con
las piernas cruzadas esperando qué sacar para jugar) y moví la
cabeza a los dos lados para saber si mi descubrimiento había sido
compartido. La tía que estaba detrás del barullo y los golpes que
hacían los bolos, las casas, las pistas de autos, me vio mirarla
pero no me animé a hablar. Para mí que ella también había visto a
Ludovico en ese gesto. Era adulta, y si no decía nada, yo entendía
que un secreto que guarda un grande es intocable para que lo largue
un chico así porque sí.
Eso de salir a buscar las cosas que
faltan se da en las familias que quieren de verdad a los invitados,
que están contentos con que los visiten y compartan días con ellos.
Por eso se hacían comidas raras; menús que se proponían -según
habían probado en tal o cual lugar los tíos, abuelos o mis papás-
y quienes los mencionaban eran los encargados de hacerlo. Eso incluía
desde ir a comprar las cosas para elaborarlos, hasta servirlo en la
mesa con presentación incluida. Creo que por eso
-ahora me vienen los olores a la memoria-
Ludovico comía mucho, lengüeteando el plato hasta dejarlo como un
espejo. Capaz que empezó a sonreír por esos momentos y como
agradecimiento a tanta comida rica que le preparaban. Los pescados
eran un manjar para él.
Ese gato sonreía, como me parece que no
quiere hacerlo ahora, de tan viejo, ahora que lo veo en lo de los
abuelos mucho más apechugado, tranquilo, secretamente sincero. Por
eso cuando me sentaba al piano, aprovechando que habían salido en
bandada a comprar y la tía se quedaba y me pedía que tocara esas
repeticiones del pianista alemán o lo que fuera,
yo accedía esperando a que
Ludovico se dignara a aparecer. La tía seguro ya lo sabía y no le
haría nada verlo de nuevo. Capaz que me explicaba por qué ese gato
sonreía.
Una vez que entró al salón, sentado yo
en la silla frente al piano, los pedales listos, la tía se puso
ansiosa para que tocara algo que le gustaba. Ella no sabía mucho,
pero decía que era lindo que yo, tan chico, pudiera tocar así.
Apenas Ludovico subió al piano comencé y me dejé llevar. Ni me
había dado cuenta de que la tía estaba tan cerca, moviendo una mano
en el aire, a veces bajándola hacia mí, a la espalda o a las
piernas, pero nunca aplaudiendo. Yo lo vi sonreír de nuevo. Cuando
giré y levanté la cabeza para que la tía asintiera conmigo, supe
que ella también sabía que Ludovico sonreía.
Me había tocado preparar con mis papás
unos pescados al horno con unas salsas raras y un copetín con frutos
secos. Esa vez, no veía la hora de terminar la cena o el almuerzo en
cuestión para verle la cara al gato que, con esas panzadas,
seguramente mostraría su sonrisa frente a los demás. El animal
comía metódicamente, y algunas veces supimos encontrar cerca del
patio espinazos de pescado, huesitos de cerdo y hasta relleno de
alguna pasta rara que había dejado por haber ido a aparearse o por
alguna otra cosa. La tía me dijo que cuando los gatos no están, es
porque van a aparearse, o a veces se van y no vuelven cuando saben
que se van a morir. Yo de eso no quería hablar, ni pensarlo
siquiera, porque cuando me sentaba al piano se me venía la imagen de
Ludovico muerto y metía las manos en cualquier tecla. Tocaba
cualquier cosa.
Me dijo la tía que se asustan con las
sombras y por eso había que colocarse frente a ellos de manera que
no las pudieran ver. Cuando decidieron irse los abuelos a la feria
grande a comprar los condimentos de no sé qué comidas que harían a
la noche, los demás se sumaron a la salida para recorrer y
aprovechar e ir comprando lo que cada menú necesitara; eso era algo
bueno, porque no habría tantas sombras para asustar a Ludovico. Uno
de los primos tampoco quiso ir y lo dejaron quedarse en el salón de
al lado, el de juegos, total estaba la tía conmigo. La miré, me
acomodé, y pregunté bajito si tendría que tocar algo para
atraerlo, para que saltara y caminara con esas patas algodonadas un
trayecto cortito hasta subirse al piano; la respuesta fue sus labios
apenas despegados y después cortados verticalmente a la mitad con su
dedo índice. Yo entendía. No tenía que hacer ruido, y no tenía
que hacer sombra, pegado al lado de ella.
Esperamos a que viniera. Porque Ludovico
sonreía. El silencio era abrumador, pese a algún ruido a plástico
que venía del salón de juegos. Pero ese silencio, con la puerta
entornada, la que dirigía al pasillo y a las escaleras, se cortó
inexplicablemente con el pedido de la tía. Tocate
algo, decía. Yo sabía que lo
que tenía que hacer era tocar lo que le había gustado a la mayoría.
No tenía que hacer sombra (había lámparas grandes y estaba muy
iluminado el salón) para que Ludovico viniera, subiera al piano, nos
mirara y se sonriera. Pero si tocaba con mucha fuerza, muy fuerte, la
tía me había dicho que capaz no venía.
Salió bien de entrada. Me dejé llevar.
Tocaba con aire, pegado a las teclas, consumido por la evolución
musical. La tía escuchaba pero no aplaudía ni cuando yo frenaba o
me detenía unos instantes con los ojos cerrados. Bien juntos no
haríamos tanta sombra, para que viniera Ludovico, para que se
sonriera, subido al piano. Quise acordarme cómo lo hacía mi
profesor cuando la tía me dijo que le mostrara y enseñara cómo se
tocaba. Dejé que pusiera sus manos sobre las mías, (las tapaba
completamente, cosa que me gustaba porque cuando las movía parecía
que tocaba ella directamente), e intentaba copiar lo que había
aprendido. Por momentos me acariciaba. El gato no aparecía, capaz
que había ido a aparearse o a morir, porque no aparecía.
El aliento de los adultos siempre me hizo
acordar al olor de la comida. El de la tía no era la excepción,
viéndome tocar tan cerquita suyo, cuando puso la boca al lado de mi
nariz y casi la muerde, como si ella misma fuera Ludovico. Se cansó
rápido de la explicación en el piano con las teclas, en ese piano
hermoso de los abuelos, porque volvió al silencio dejando otra vez
sus brazos en el aire. Esos ruidos secos en las teclas, los
acompañaba la tía con unos chistidos chiquitos, que le abrían
grande los ojos, pero le dejaban muy quieta la cara cuando me miraba.
Ella no tenía hambre, yo tampoco, y no había olor a comida, salvo
el aliento de la tía en mi nariz.
Por eso apareció.
No tuvo que correr la puerta; la tía me
dijo que son muy silenciosos. Seguro fue el aliento que lo atrajo,
porque ella me había repetido que el sonido del piano -fuerte-
podría alejarlo. También las sombras, porque se asustan. Ludovico
ronroneó un poquito, me parecía que contestándole a la tía,
pegada a mí, encima, con una pierna blanca con la rodilla bien
marcada, sobre las mías. El gato se acomodó en el piano, en su
lugar asignado (hoy sé que quiere acomodarse en ese lugar, pero no
puede, porque camina destartalado), y desde ahí, dejando yo de tocar
lo que la tía me pedía y le gustaba, se sonrió. Volví la cara a
la tía, que hizo lo mismo, y me devolvió en silencio el gesto de
que también le había parecido a ella, le había parecido lo mismo,
con los ojos igual de abiertos que antes, sin dejar de acariciarme el
cuello.
Ludovico pasaba sus patas por los ojos,
los bigotes largos y limpitos; parecía tranquilo pero atento. Como
no podía ser de otra manera, volvió a sonreír. La tía dijo en un
momento “pero qué increíble
y qué lindo”, y yo no supe
cómo seguir, o qué seguir diciendo. Tocaba como podía y parecía
que el hambre me estaba por venir pero se me pasaba enseguida. Las
pruebas y demostraciones eran suficientes. Ludovico lo hace, dijo la
tía. Nosotros dos juntitos lo vimos.
Será otra vez que vaya a lo de los
abuelos, si no logro verlo más esta última vez, que descartaré esa
idea de que no se deja acariciar, que es arisco. Porque está viejo;
pero viejo, con los colmillos medio gastados, caminando torcido (la
abuela sabía decir que a veces peleaba), con momentos en que se
muestra, se deja ver, se permite sonreír. No comemos ya hace mucho
las comidas preparadas por los parientes en las vacaciones en casa de
los abuelos. Los tíos se van turnando para ir a esa casa grande y
linda, con el piano, seguro lleno de telarañas y cerrado porque no
se usa. A la tía, si tanto le importaba, no sé ni cuando fue, las
veces que fue, cómo no se le dio por usarlo o por seguir
aprendiendo, o que alguien le enseñe. Capaz que Ludovico ya no
sonríe frente a ella, y por eso su desinterés en el piano y la
música.
Voy a buscarlo de nuevo y, aunque a esta
edad no me dé miedo, lo haré con alguna linterna, lo pondré en mi
asiento y, con las patitas, le haré tocar algunas teclas del piano,
por más que ya no me acuerde bien del pianista alemán, ni de nada,
y tenga que sacar las telarañas; lo haría para que Ludovico se
sonriera al lado mío, tocándome, para que lo hiciera ahí, al lado
mío, no enfrente, a la distancia, porque ese gato sonreía. Para ver
también si se podía sonreír como lo hacía la tía, de esa forma
rara las veces que estábamos solos cuando yo tocaba el piano, y ella
me acariciaba. Yo creo (aunque no nos vemos mucho con los tíos y
primos) que en lo que se confundió la tía es en eso del
apareamiento: Ludovico nunca se fue en todas las veces que estuvimos
en casa de los abuelos; siempre de una u otra manera se las ingeniaba
para aparecer, sobre todo en la comida. Capaz que en otras
vacaciones, si no aparece mucho más en estas, yo pueda seguirlo,
ahora que está viejo, escondiéndome un poco, para saber si cuando
desaparece es para aparearse o, realmente, para morir. Quiero ver si
se muere con una sonrisa. Y acariciarlo.
Hueso
al cielo
I
Pese al aire acondicionado, el ruido,
fuerte, con ecos, se hace palpable detrás de la persiana. Un ruido
que lo despierta y lo vuelve al otro lado de la cama, en la siesta
húmeda y calurosa del verano. Aun así, con otro trueno que desgarra
el cielo, la luz del celular que percibe debajo de las sábanas lo
mantiene sereno. Ella está como siempre, con las piernas dobladas,
la espalda contra el respaldo, las dos manos en el celular,
transformada en un fantasma luminoso. El olor a lluvia ingresa a la
habitación, los truenos caen y absorben el fatigoso parpadeo
metálico del viejo aparato de aire.
Vuelve a darse vuelta y siente el
movimiento; ella seguramente levantará la persiana para corroborar
la dimensión del aguacero y el cambio en el termómetro climático,
pero pasados unos segundos, la pieza sigue a oscuras, con apenas unas
rendijas de luz gris que llegan hasta la cama. Puede volver a
insistir con su sueño, pero lo que ella no dejará pasar, una vez
que salió de la pieza, es retornar para informarle la magnitud de la
lluvia, el cambio repentino del clima en el poco tiempo que
estuvieron dormidos, en una siesta tan tórrida como interminable. Se
queda esperándola, mirando la puerta entreabierta.
Pero ella no entra. El aire acondicionado
y la lluvia tapan el ruido de la cadena en el baño, contiguo a la
habitación. Por eso será que demora un poco más para volver a la
habitación, a despertarlo del todo.
Va a hacerlo él. Baja de la cama, las
sábanas hechas un rollo de su lado, y levanta de un tirón la
persiana con el barniz descascarado. No le importa la lluvia que
surca el cielo, los truenos que aplastan las nubes. Por eso apaga el
aire y abre la ventana al mismo tiempo. Porque sobre el cielo hay
otra cosa. No es redonda como las muestran en las películas. La nave
es cuadrada, de un espesor que no logra distinguir del todo aunque
saque un poco la cabeza afuera. Parece estar completamente detenida
sobre la vastedad del cielo, al menos la que alcanza la mirada de
Santiago. Puede ver que la base tiene líneas que se entrecruzan,
como formada por partes encastradas; hasta le parece que hay golpes,
zonas abolladas.
Debe ser efecto de la lluvia que cae de
costado. Ahí está, ahí están ellos. La nave parece un cartílago
inmemorial depositado arriba de la ciudad como un desecho alienígena.
Santiago cree que es tan perfectamente cuadrada, que logra calcular
las puntas aunque no las vea. Lo que no encuentra en la base es un
lugar con la ranura de alguna puerta. Se mezclan sus recuerdos e
invenciones difusas sobre temas espaciales (supo regalar dos o tres
Elige tu propia aventura
que trataban de invasiones cósmicas, de amos de galaxias, etc.) con
lo que está mirando, solo, apostado en la ventana. Tal vez es un
sueño.
II
No se cachetea. Más fácil es llamar a
Verónica. Últimamente está distraída, y si está lavando los
platos, no se debe haber percatado de esto que rompe absolutamente
cualquier rutina. No responde al llamado para que vuelva a la pieza.
Va al comedor para traerla del brazo, para decirle “vení”;
Santiago recuerda que nunca hubo manera de que ella accediera a sus
pedidos sin la asistencia de alguna palabra, por insignificante que
fuera. Tal vez era éste el momento para probar de nuevo. La nave
estaba quieta; parecía estar como para no irse nunca más.
Su intención se desvaneció. Verónica
no estaba en el comedor, en la cocina, en el balcón, en el baño.
Habría bajado. Bajado para buscar algo para tomar, aunque el
paraguas estaba colgado del perchero. Seguramente le habría ganado
la sed. Volvió a la habitación, en la que entraba un poco de agua,
y se acodó otra vez en la ventana para mirar la base de la nave. El
color era el gris de la piel de los dinosaurios; ese gris que está
mezclado con barro, con una suciedad que se transmuta y adquiere la
tonalidad de la piel gruesa y dura. Un bloque vaya a saber de qué
material, suspendido sobre la ciudad, en la siesta donde nada de nada
podría haber pasado antes de la siesta.
Se fijó si el celular habría quedado
en la cama, ya que Verónica salía a comprar siempre sin el
teléfono. Y ahí estaba. No podría llamarla. Verónica tendría que
haberle dicho que salía, más con esa tormenta, con ese mastodonte
aéreo volviendo irreal la propia realidad del verano y todas las
estaciones futuras.
Desde la ventana capta que hay mucha más
gente en la calle, pese a que la lluvia no disminuye. Ve algunas
cabezas en los balcones de abajo, a los costados, porque hacia arriba
se le hace difícil mirar. Distingue a Virginia, la del 4º C, que no
se ha sacado las hebillas en ese pelo que tiene siempre sucio. Se
miran y miran la nave. Santiago pasa a un sitio racional su fantasía:
puede ser un experimento, o una prueba de las potencias bélicas (que
quieren saber las reacciones de los ciudadanos) o alguna gran empresa
comercial que quiere hacer una propaganda fuera de serie de sus
productos. Santiago espera que ese cuadrado quieto y crudo de
realidad se empiece a llenar con colores, con alguna marca de un
producto, de detergente, de casa de comidas, de tecnología china.
Una base espacial que controle las señales de todos los celulares y
las conversaciones de un continente. Pero eso se le ocurre más
fantasioso que la propia idea de la nave espacial descartada como
escoria celeste.
Entra al baño y se seca la cabeza.
Vuelve al balcón; la lluvia ha disminuido un poco, y puede ver mejor
a los vecinos. Virginia ha seguido apoyada en la baranda mirando la
nave. En un momento se mete adentro y Santiago no vuelve a verla
salir. A los minutos tocan timbre. Deja la ventana abierta para que
siga entrando un poco de aire. Detrás de la puerta aparece Virginia
en silencio, que entra al departamento y se larga a llorar, como si
esperase ese momento para hacerlo con alguien desconocido. “Gonzalo
se fue” le dice a Santiago, a quien no le hace falta preguntarle
cuándo. Y agrega: “No dijo nada…no sé qué es eso en el cielo”,
lo que confirma la idea en Santiago de que Vero ya tendría que haber
vuelto, subido, entrado y hasta tomado su yogur con cereales.
Virginia se limpia los ojos, pide
disculpas, y Santiago le dice que tampoco ha vuelto Verónica, que va
a bajar con ella para saber adónde se ha ido. En el ascensor, con
dos o tres palabras de cada uno, coinciden en que la cosa que está
en el cielo tiene algo raro, como algo antiguo que quiere imponerse
al presente. O dicen palabras que tienen ese estilo y ese tono.
Santiago ahora entiende bien cómo es algo caótico, y nota que no es
como en las películas de ciencia ficción: acá la gente está sin
paraguas, mirando hacia arriba desde la mejor posición que
encuentra, a la base de la nave, caminando o corriendo, ninguno
gritando, buscando a quien está perdido o perdida.
Los truenos cesan del todo, esos que al
principio parecían como salidos de la propia nave. Virginia mira
hacia donde puede, corre, se precipita a las esquinas. Cuando vuelve
a Santiago, le dice que Gonzalo se dejó el celular en el
departamento y que bajó sin decir absolutamente nada. Santiago se
acuerda que jugó nada más que dos o tres veces al fútbol con él,
por invitaciones casuales, y que siempre le pareció bastante
callado.
La gente llora en silencio, corriendo,
sobre todo quienes, al parecer, en ese lugar, han perdido a los
niños. Santiago baja la mirada y recuerda la luz del celular debajo
de las sábanas, el aparato en las manos de Verónica. Esa manera de
estar a su lado, para no molestarlo, haciendo las concesiones que él
le pidiese. No quiere pensar lo peor, tampoco quiere llorar.
III
Deja a Virginia un momento. Primero
camina y luego se saca las ojotas para correr mejor, cuando pisa
charcos que ha dejado el agua en las baldosas rotas. Cruza la avenida
hasta lo que le parece un sector de la nave que concentra finísimas
redes, que recubren algo en su base. No puede calcular a qué
distancia se encuentra suspendida sobre ellos, pero el caos no frena,
la gente sale y deja abiertos los autos, para buscar.
Descubre que nadie anda con celulares;
cree que desde ahí los han llamado, de ahí han mandado los mensajes
o hipnotizado a Vero, a los que se han ido. Sigue corriendo para
alcanzar una punta del cuadrado grisáceo, mirando, buscándola,
tratando de ver con otras personas por dónde los habrían subido,
capturado. Como él, hay varios que sin decirlo esperan algún
movimiento, alguna turbina o un silencioso correr de las nubes que se
estrujaron sobre la ciudad. El agua ha parado y la humedad se mezcla
con la desesperación.
Llega a la feria de frutas y verduras
que está desarmándose tan lentamente que le parece que los propios
puesteros fueran los extraterrestres. Hay gente (los verdaderos
escépticos, o demasiado creyentes) que está comprando fruta en esa
situación. Santiago la recorre por dentro y por fuera, se dice que
jamás les volverá a comprar, que prefieren vender aunque pase gente
llorando, preguntándoles si han visto a sus familiares. Las
bolivianas siempre le parecieron medio alienígenas; ahora lo
confirma.
Cuando ve cómo pone las manzanas dentro
de una bolsa, se da cuenta que es ella. Está con las ojotas altas y
el vestido blanco con pintas negras y rojas que se había sacado
antes de la siesta. Tiene otra bolsa con verdura en el suelo. Llega
hasta ella, y sin decirle nada, aturdido por las palabras de la
vendedora -que debe esperar a que la clienta pague-, le saca la bolsa
de la mano y la apoya en el asfalto. Una manzana se escapa y es
aplastada por alguien que pasa corriendo; el olor de la fruta sube
hasta ellos. Santiago mira a Verónica, pero no se olvida de la nave.
La ve bien, normal. La abraza; apoya su cara en el hombro. Espera
sentir algo raro en su espalda, debajo del vestido, un agujero, algún
tentáculo viscoso moviéndose, la voz rara cuando diga algo, los
ojos enseguida rojos o plateados, un hueso menos, escapado al cielo.
Pero nada. La vuelve a mirar, soltándola, y logra darse cuenta.
Simplemente lo siente. Santiago entiende
el mensaje; era para él. Es una sensación tan fugaz como entera.
Tan grande como lejana. Reconoce que ya no. Que él ya no siente lo
mismo. Toma las bolsas con fruta y verdura, y vuelve con ella.
Al salir de la feria ve a Gonzalo sentado
en un cordón, mirando hacia la nave; por eso dejará a Verónica
unos pasos atrás para ubicar a Virginia y avisarle que vaya a
buscarlo, que se tranquilice, que Gonzalo también está, aunque
desea que el reencuentro de ellos se demore tanto como esa innegable
verdad del corazón, sentida por él en una siesta gris de verano.