miércoles, 4 de septiembre de 2019

Quinto. Cuentos Jozami

Chicos: Aquí van dos cuentos breves para leer para el lunes/martes que viene. Prepararemos la visita de un autor trabajando esto. Pero además servirá para acreditar saberes a los que fallaron en la evaluación.


Ese gato sonreía 
Nicolás Jozami


Para mí sí. Por eso ahora que lo he vuelto a ver, rondando por la casa, me da pena no sólo su actitud, sin sonrisa, sino también el pelo apelmazado en las patas, las orejas caídas, el paso gris y torcido cuando decidía aparecer un momento para reclamar comida y apartarse después en algún rincón o debajo del sillón más alejado del living. Nunca se dejó acariciar mucho, solamente hacía esas morisquetas interesadas, siempre interesadas, rozando los pantalones, y hasta abriendo la boca y sacando la lengua para indicar lo que buscaba.
Cuando llegábamos a casa de los abuelos, a pasar parte de las vacaciones, Ludovico se alteraba. No lo notaba yo solo, sino mis primos, tíos, mis papás, que se quejaban de molestar tantos días todos juntos en casa de los abuelos. Ludovico parecía recibirnos de ese modo, y hasta se ofrecía de espectáculo unos momentos para nosotros, cuando andábamos por el patio o en el salón de juegos. Era por esa época que digo que él tenía bastante hambre. Lo veíamos comer cada cosa que le dejaban, y hasta no terminar el plato hondo, no se movía del lugar.
Los animales también envejecen; eso lo sabía. Era lindo verlo arriba del piano de los abuelos, cuando me pedían que tocara algo, para deleite de la familia reunida, y a algunos de los primos -que no tocaban ni sabían de música- se les daba por acercarse de costado, agachándose, sin que los vieran, y meterle fuerte las manos a algunas teclas para que Ludovico saltara como una liebre. Me siguen pidiendo a veces que toque algo, para pocos ya, pero aunque las melodías que hago siento que no envejecen, el gato no puede subirse al piano y quedarse mucho tiempo sin lamerse, sin doblarse, sin impacientarse.
En unas vacaciones de invierno, tras tocar algo en el piano, que quería acercarse a un momento de un pianista alemán, fue que levanté la vista hacia el espejo ovalado en la pared del fondo, en el que vi reflejados a la tía y a algunos primos, y por un segundo me di cuenta de que Ludovico sonreía frente a mí, sobre el piano. Una sonrisa sobria, pero sonrisa al fin. Miré un par de veces más por sobre los aplausos, tratando de concentrarme en las facciones del animal, pero no, lo que siguió a la sonrisa fue el abrir de su boca para sacar la lengua y pasársela por todos lados, mostrando los dientes chiquitos pero fuertes. Estuve a punto de preguntar si los demás habían podido ver lo mismo, pero, al estar sentado únicamente yo en el piano y tener a Ludovico de frente, descarté la consulta.
La pasábamos bárbaro, aunque cada vez que el gato se mostraba, la impaciencia me ubicaba en el lugar preciso para poder observar su boca, sus bigotes, gestos que reiteraran lo que me parecía haber visto. La nariz de los gatos se arruga seguido, por eso en cada encuentro, yo esperaba el movimiento de su cara con algo que lo invitara nuevamente a sonreír.
Los primos no podíamos dormir juntos, porque al primero que desertaba, los demás le hacíamos bromas: pintar el cachete con algo, poner dentífrico en los labios, o vaciar el desodorante en la frente o en la planta de los pies del dormido. A veces claro que la abuela nos venía a retar a las piezas, -era a quien le hacíamos caso- pero cuando era mi papá o algún tío, parábamos unos minutos solamente para seguir con esas travesuras. No me animé tampoco a contarles a los primos, en las noches de esas vacaciones, lo que había hecho Ludovico cuando me pidieron que tocara el piano.
En el salón de juegos, desde donde sacábamos lo que queríamos de las cajas, ordenadas las cosas como el ánimo del abuelo lo dictara, pasó el gato a través de una torre de cubos y logré ver nuevamente su sonrisa. Me levanté (estaba con las piernas cruzadas esperando qué sacar para jugar) y moví la cabeza a los dos lados para saber si mi descubrimiento había sido compartido. La tía que estaba detrás del barullo y los golpes que hacían los bolos, las casas, las pistas de autos, me vio mirarla pero no me animé a hablar. Para mí que ella también había visto a Ludovico en ese gesto. Era adulta, y si no decía nada, yo entendía que un secreto que guarda un grande es intocable para que lo largue un chico así porque sí.
Eso de salir a buscar las cosas que faltan se da en las familias que quieren de verdad a los invitados, que están contentos con que los visiten y compartan días con ellos. Por eso se hacían comidas raras; menús que se proponían -según habían probado en tal o cual lugar los tíos, abuelos o mis papás- y quienes los mencionaban eran los encargados de hacerlo. Eso incluía desde ir a comprar las cosas para elaborarlos, hasta servirlo en la mesa con presentación incluida. Creo que por eso
-ahora me vienen los olores a la memoria- Ludovico comía mucho, lengüeteando el plato hasta dejarlo como un espejo. Capaz que empezó a sonreír por esos momentos y como agradecimiento a tanta comida rica que le preparaban. Los pescados eran un manjar para él.
Ese gato sonreía, como me parece que no quiere hacerlo ahora, de tan viejo, ahora que lo veo en lo de los abuelos mucho más apechugado, tranquilo, secretamente sincero. Por eso cuando me sentaba al piano, aprovechando que habían salido en bandada a comprar y la tía se quedaba y me pedía que tocara esas repeticiones del pianista alemán o lo que fuera, yo accedía esperando a que Ludovico se dignara a aparecer. La tía seguro ya lo sabía y no le haría nada verlo de nuevo. Capaz que me explicaba por qué ese gato sonreía.
Una vez que entró al salón, sentado yo en la silla frente al piano, los pedales listos, la tía se puso ansiosa para que tocara algo que le gustaba. Ella no sabía mucho, pero decía que era lindo que yo, tan chico, pudiera tocar así. Apenas Ludovico subió al piano comencé y me dejé llevar. Ni me había dado cuenta de que la tía estaba tan cerca, moviendo una mano en el aire, a veces bajándola hacia mí, a la espalda o a las piernas, pero nunca aplaudiendo. Yo lo vi sonreír de nuevo. Cuando giré y levanté la cabeza para que la tía asintiera conmigo, supe que ella también sabía que Ludovico sonreía.
Me había tocado preparar con mis papás unos pescados al horno con unas salsas raras y un copetín con frutos secos. Esa vez, no veía la hora de terminar la cena o el almuerzo en cuestión para verle la cara al gato que, con esas panzadas, seguramente mostraría su sonrisa frente a los demás. El animal comía metódicamente, y algunas veces supimos encontrar cerca del patio espinazos de pescado, huesitos de cerdo y hasta relleno de alguna pasta rara que había dejado por haber ido a aparearse o por alguna otra cosa. La tía me dijo que cuando los gatos no están, es porque van a aparearse, o a veces se van y no vuelven cuando saben que se van a morir. Yo de eso no quería hablar, ni pensarlo siquiera, porque cuando me sentaba al piano se me venía la imagen de Ludovico muerto y metía las manos en cualquier tecla. Tocaba cualquier cosa.
Me dijo la tía que se asustan con las sombras y por eso había que colocarse frente a ellos de manera que no las pudieran ver. Cuando decidieron irse los abuelos a la feria grande a comprar los condimentos de no sé qué comidas que harían a la noche, los demás se sumaron a la salida para recorrer y aprovechar e ir comprando lo que cada menú necesitara; eso era algo bueno, porque no habría tantas sombras para asustar a Ludovico. Uno de los primos tampoco quiso ir y lo dejaron quedarse en el salón de al lado, el de juegos, total estaba la tía conmigo. La miré, me acomodé, y pregunté bajito si tendría que tocar algo para atraerlo, para que saltara y caminara con esas patas algodonadas un trayecto cortito hasta subirse al piano; la respuesta fue sus labios apenas despegados y después cortados verticalmente a la mitad con su dedo índice. Yo entendía. No tenía que hacer ruido, y no tenía que hacer sombra, pegado al lado de ella.
Esperamos a que viniera. Porque Ludovico sonreía. El silencio era abrumador, pese a algún ruido a plástico que venía del salón de juegos. Pero ese silencio, con la puerta entornada, la que dirigía al pasillo y a las escaleras, se cortó inexplicablemente con el pedido de la tía. Tocate algo, decía. Yo sabía que lo que tenía que hacer era tocar lo que le había gustado a la mayoría. No tenía que hacer sombra (había lámparas grandes y estaba muy iluminado el salón) para que Ludovico viniera, subiera al piano, nos mirara y se sonriera. Pero si tocaba con mucha fuerza, muy fuerte, la tía me había dicho que capaz no venía.
Salió bien de entrada. Me dejé llevar. Tocaba con aire, pegado a las teclas, consumido por la evolución musical. La tía escuchaba pero no aplaudía ni cuando yo frenaba o me detenía unos instantes con los ojos cerrados. Bien juntos no haríamos tanta sombra, para que viniera Ludovico, para que se sonriera, subido al piano. Quise acordarme cómo lo hacía mi profesor cuando la tía me dijo que le mostrara y enseñara cómo se tocaba. Dejé que pusiera sus manos sobre las mías, (las tapaba completamente, cosa que me gustaba porque cuando las movía parecía que tocaba ella directamente), e intentaba copiar lo que había aprendido. Por momentos me acariciaba. El gato no aparecía, capaz que había ido a aparearse o a morir, porque no aparecía.
El aliento de los adultos siempre me hizo acordar al olor de la comida. El de la tía no era la excepción, viéndome tocar tan cerquita suyo, cuando puso la boca al lado de mi nariz y casi la muerde, como si ella misma fuera Ludovico. Se cansó rápido de la explicación en el piano con las teclas, en ese piano hermoso de los abuelos, porque volvió al silencio dejando otra vez sus brazos en el aire. Esos ruidos secos en las teclas, los acompañaba la tía con unos chistidos chiquitos, que le abrían grande los ojos, pero le dejaban muy quieta la cara cuando me miraba. Ella no tenía hambre, yo tampoco, y no había olor a comida, salvo el aliento de la tía en mi nariz.
Por eso apareció.
No tuvo que correr la puerta; la tía me dijo que son muy silenciosos. Seguro fue el aliento que lo atrajo, porque ella me había repetido que el sonido del piano -fuerte- podría alejarlo. También las sombras, porque se asustan. Ludovico ronroneó un poquito, me parecía que contestándole a la tía, pegada a mí, encima, con una pierna blanca con la rodilla bien marcada, sobre las mías. El gato se acomodó en el piano, en su lugar asignado (hoy sé que quiere acomodarse en ese lugar, pero no puede, porque camina destartalado), y desde ahí, dejando yo de tocar lo que la tía me pedía y le gustaba, se sonrió. Volví la cara a la tía, que hizo lo mismo, y me devolvió en silencio el gesto de que también le había parecido a ella, le había parecido lo mismo, con los ojos igual de abiertos que antes, sin dejar de acariciarme el cuello.
Ludovico pasaba sus patas por los ojos, los bigotes largos y limpitos; parecía tranquilo pero atento. Como no podía ser de otra manera, volvió a sonreír. La tía dijo en un momento “pero qué increíble y qué lindo”, y yo no supe cómo seguir, o qué seguir diciendo. Tocaba como podía y parecía que el hambre me estaba por venir pero se me pasaba enseguida. Las pruebas y demostraciones eran suficientes. Ludovico lo hace, dijo la tía. Nosotros dos juntitos lo vimos.
Será otra vez que vaya a lo de los abuelos, si no logro verlo más esta última vez, que descartaré esa idea de que no se deja acariciar, que es arisco. Porque está viejo; pero viejo, con los colmillos medio gastados, caminando torcido (la abuela sabía decir que a veces peleaba), con momentos en que se muestra, se deja ver, se permite sonreír. No comemos ya hace mucho las comidas preparadas por los parientes en las vacaciones en casa de los abuelos. Los tíos se van turnando para ir a esa casa grande y linda, con el piano, seguro lleno de telarañas y cerrado porque no se usa. A la tía, si tanto le importaba, no sé ni cuando fue, las veces que fue, cómo no se le dio por usarlo o por seguir aprendiendo, o que alguien le enseñe. Capaz que Ludovico ya no sonríe frente a ella, y por eso su desinterés en el piano y la música.
Voy a buscarlo de nuevo y, aunque a esta edad no me dé miedo, lo haré con alguna linterna, lo pondré en mi asiento y, con las patitas, le haré tocar algunas teclas del piano, por más que ya no me acuerde bien del pianista alemán, ni de nada, y tenga que sacar las telarañas; lo haría para que Ludovico se sonriera al lado mío, tocándome, para que lo hiciera ahí, al lado mío, no enfrente, a la distancia, porque ese gato sonreía. Para ver también si se podía sonreír como lo hacía la tía, de esa forma rara las veces que estábamos solos cuando yo tocaba el piano, y ella me acariciaba. Yo creo (aunque no nos vemos mucho con los tíos y primos) que en lo que se confundió la tía es en eso del apareamiento: Ludovico nunca se fue en todas las veces que estuvimos en casa de los abuelos; siempre de una u otra manera se las ingeniaba para aparecer, sobre todo en la comida. Capaz que en otras vacaciones, si no aparece mucho más en estas, yo pueda seguirlo, ahora que está viejo, escondiéndome un poco, para saber si cuando desaparece es para aparearse o, realmente, para morir. Quiero ver si se muere con una sonrisa. Y acariciarlo.





Hueso al cielo


I


Pese al aire acondicionado, el ruido, fuerte, con ecos, se hace palpable detrás de la persiana. Un ruido que lo despierta y lo vuelve al otro lado de la cama, en la siesta húmeda y calurosa del verano. Aun así, con otro trueno que desgarra el cielo, la luz del celular que percibe debajo de las sábanas lo mantiene sereno. Ella está como siempre, con las piernas dobladas, la espalda contra el respaldo, las dos manos en el celular, transformada en un fantasma luminoso. El olor a lluvia ingresa a la habitación, los truenos caen y absorben el fatigoso parpadeo metálico del viejo aparato de aire.
Vuelve a darse vuelta y siente el movimiento; ella seguramente levantará la persiana para corroborar la dimensión del aguacero y el cambio en el termómetro climático, pero pasados unos segundos, la pieza sigue a oscuras, con apenas unas rendijas de luz gris que llegan hasta la cama. Puede volver a insistir con su sueño, pero lo que ella no dejará pasar, una vez que salió de la pieza, es retornar para informarle la magnitud de la lluvia, el cambio repentino del clima en el poco tiempo que estuvieron dormidos, en una siesta tan tórrida como interminable. Se queda esperándola, mirando la puerta entreabierta.
Pero ella no entra. El aire acondicionado y la lluvia tapan el ruido de la cadena en el baño, contiguo a la habitación. Por eso será que demora un poco más para volver a la habitación, a despertarlo del todo.
Va a hacerlo él. Baja de la cama, las sábanas hechas un rollo de su lado, y levanta de un tirón la persiana con el barniz descascarado. No le importa la lluvia que surca el cielo, los truenos que aplastan las nubes. Por eso apaga el aire y abre la ventana al mismo tiempo. Porque sobre el cielo hay otra cosa. No es redonda como las muestran en las películas. La nave es cuadrada, de un espesor que no logra distinguir del todo aunque saque un poco la cabeza afuera. Parece estar completamente detenida sobre la vastedad del cielo, al menos la que alcanza la mirada de Santiago. Puede ver que la base tiene líneas que se entrecruzan, como formada por partes encastradas; hasta le parece que hay golpes, zonas abolladas.
Debe ser efecto de la lluvia que cae de costado. Ahí está, ahí están ellos. La nave parece un cartílago inmemorial depositado arriba de la ciudad como un desecho alienígena. Santiago cree que es tan perfectamente cuadrada, que logra calcular las puntas aunque no las vea. Lo que no encuentra en la base es un lugar con la ranura de alguna puerta. Se mezclan sus recuerdos e invenciones difusas sobre temas espaciales (supo regalar dos o tres Elige tu propia aventura que trataban de invasiones cósmicas, de amos de galaxias, etc.) con lo que está mirando, solo, apostado en la ventana. Tal vez es un sueño.

II


No se cachetea. Más fácil es llamar a Verónica. Últimamente está distraída, y si está lavando los platos, no se debe haber percatado de esto que rompe absolutamente cualquier rutina. No responde al llamado para que vuelva a la pieza. Va al comedor para traerla del brazo, para decirle “vení”; Santiago recuerda que nunca hubo manera de que ella accediera a sus pedidos sin la asistencia de alguna palabra, por insignificante que fuera. Tal vez era éste el momento para probar de nuevo. La nave estaba quieta; parecía estar como para no irse nunca más.
Su intención se desvaneció. Verónica no estaba en el comedor, en la cocina, en el balcón, en el baño. Habría bajado. Bajado para buscar algo para tomar, aunque el paraguas estaba colgado del perchero. Seguramente le habría ganado la sed. Volvió a la habitación, en la que entraba un poco de agua, y se acodó otra vez en la ventana para mirar la base de la nave. El color era el gris de la piel de los dinosaurios; ese gris que está mezclado con barro, con una suciedad que se transmuta y adquiere la tonalidad de la piel gruesa y dura. Un bloque vaya a saber de qué material, suspendido sobre la ciudad, en la siesta donde nada de nada podría haber pasado antes de la siesta.
Se fijó si el celular habría quedado en la cama, ya que Verónica salía a comprar siempre sin el teléfono. Y ahí estaba. No podría llamarla. Verónica tendría que haberle dicho que salía, más con esa tormenta, con ese mastodonte aéreo volviendo irreal la propia realidad del verano y todas las estaciones futuras.
Desde la ventana capta que hay mucha más gente en la calle, pese a que la lluvia no disminuye. Ve algunas cabezas en los balcones de abajo, a los costados, porque hacia arriba se le hace difícil mirar. Distingue a Virginia, la del 4º C, que no se ha sacado las hebillas en ese pelo que tiene siempre sucio. Se miran y miran la nave. Santiago pasa a un sitio racional su fantasía: puede ser un experimento, o una prueba de las potencias bélicas (que quieren saber las reacciones de los ciudadanos) o alguna gran empresa comercial que quiere hacer una propaganda fuera de serie de sus productos. Santiago espera que ese cuadrado quieto y crudo de realidad se empiece a llenar con colores, con alguna marca de un producto, de detergente, de casa de comidas, de tecnología china. Una base espacial que controle las señales de todos los celulares y las conversaciones de un continente. Pero eso se le ocurre más fantasioso que la propia idea de la nave espacial descartada como escoria celeste.
Entra al baño y se seca la cabeza. Vuelve al balcón; la lluvia ha disminuido un poco, y puede ver mejor a los vecinos. Virginia ha seguido apoyada en la baranda mirando la nave. En un momento se mete adentro y Santiago no vuelve a verla salir. A los minutos tocan timbre. Deja la ventana abierta para que siga entrando un poco de aire. Detrás de la puerta aparece Virginia en silencio, que entra al departamento y se larga a llorar, como si esperase ese momento para hacerlo con alguien desconocido. “Gonzalo se fue” le dice a Santiago, a quien no le hace falta preguntarle cuándo. Y agrega: “No dijo nada…no sé qué es eso en el cielo”, lo que confirma la idea en Santiago de que Vero ya tendría que haber vuelto, subido, entrado y hasta tomado su yogur con cereales.
Virginia se limpia los ojos, pide disculpas, y Santiago le dice que tampoco ha vuelto Verónica, que va a bajar con ella para saber adónde se ha ido. En el ascensor, con dos o tres palabras de cada uno, coinciden en que la cosa que está en el cielo tiene algo raro, como algo antiguo que quiere imponerse al presente. O dicen palabras que tienen ese estilo y ese tono. Santiago ahora entiende bien cómo es algo caótico, y nota que no es como en las películas de ciencia ficción: acá la gente está sin paraguas, mirando hacia arriba desde la mejor posición que encuentra, a la base de la nave, caminando o corriendo, ninguno gritando, buscando a quien está perdido o perdida.
Los truenos cesan del todo, esos que al principio parecían como salidos de la propia nave. Virginia mira hacia donde puede, corre, se precipita a las esquinas. Cuando vuelve a Santiago, le dice que Gonzalo se dejó el celular en el departamento y que bajó sin decir absolutamente nada. Santiago se acuerda que jugó nada más que dos o tres veces al fútbol con él, por invitaciones casuales, y que siempre le pareció bastante callado.
La gente llora en silencio, corriendo, sobre todo quienes, al parecer, en ese lugar, han perdido a los niños. Santiago baja la mirada y recuerda la luz del celular debajo de las sábanas, el aparato en las manos de Verónica. Esa manera de estar a su lado, para no molestarlo, haciendo las concesiones que él le pidiese. No quiere pensar lo peor, tampoco quiere llorar.


III


Deja a Virginia un momento. Primero camina y luego se saca las ojotas para correr mejor, cuando pisa charcos que ha dejado el agua en las baldosas rotas. Cruza la avenida hasta lo que le parece un sector de la nave que concentra finísimas redes, que recubren algo en su base. No puede calcular a qué distancia se encuentra suspendida sobre ellos, pero el caos no frena, la gente sale y deja abiertos los autos, para buscar.
Descubre que nadie anda con celulares; cree que desde ahí los han llamado, de ahí han mandado los mensajes o hipnotizado a Vero, a los que se han ido. Sigue corriendo para alcanzar una punta del cuadrado grisáceo, mirando, buscándola, tratando de ver con otras personas por dónde los habrían subido, capturado. Como él, hay varios que sin decirlo esperan algún movimiento, alguna turbina o un silencioso correr de las nubes que se estrujaron sobre la ciudad. El agua ha parado y la humedad se mezcla con la desesperación.
Llega a la feria de frutas y verduras que está desarmándose tan lentamente que le parece que los propios puesteros fueran los extraterrestres. Hay gente (los verdaderos escépticos, o demasiado creyentes) que está comprando fruta en esa situación. Santiago la recorre por dentro y por fuera, se dice que jamás les volverá a comprar, que prefieren vender aunque pase gente llorando, preguntándoles si han visto a sus familiares. Las bolivianas siempre le parecieron medio alienígenas; ahora lo confirma.
Cuando ve cómo pone las manzanas dentro de una bolsa, se da cuenta que es ella. Está con las ojotas altas y el vestido blanco con pintas negras y rojas que se había sacado antes de la siesta. Tiene otra bolsa con verdura en el suelo. Llega hasta ella, y sin decirle nada, aturdido por las palabras de la vendedora -que debe esperar a que la clienta pague-, le saca la bolsa de la mano y la apoya en el asfalto. Una manzana se escapa y es aplastada por alguien que pasa corriendo; el olor de la fruta sube hasta ellos. Santiago mira a Verónica, pero no se olvida de la nave. La ve bien, normal. La abraza; apoya su cara en el hombro. Espera sentir algo raro en su espalda, debajo del vestido, un agujero, algún tentáculo viscoso moviéndose, la voz rara cuando diga algo, los ojos enseguida rojos o plateados, un hueso menos, escapado al cielo. Pero nada. La vuelve a mirar, soltándola, y logra darse cuenta.
Simplemente lo siente. Santiago entiende el mensaje; era para él. Es una sensación tan fugaz como entera. Tan grande como lejana. Reconoce que ya no. Que él ya no siente lo mismo. Toma las bolsas con fruta y verdura, y vuelve con ella.
Al salir de la feria ve a Gonzalo sentado en un cordón, mirando hacia la nave; por eso dejará a Verónica unos pasos atrás para ubicar a Virginia y avisarle que vaya a buscarlo, que se tranquilice, que Gonzalo también está, aunque desea que el reencuentro de ellos se demore tanto como esa innegable verdad del corazón, sentida por él en una siesta gris de verano.