domingo, 14 de octubre de 2012
Quinto A. "Encrucijadas", cuento para practicar.
Encrucijadas
Vi el rótulo en la historia clínica. No puedo entender qué razonamiento siguió el psiquiatra para dar su diagnóstico. Ignoro lo que todos ellos piensan. Pero nadie mejor que yo sabrá explicarlo.
Una tarde del invierno pasado volvíamos caminando por la calle con una compañera de trabajo. De pronto, una sombra negra o, mejor, gris oscura, conquistó el rabillo de mi ojo izquierdo para presentarse al derecho como una bomba Ford con doble cabina surcando el aire. No podíamos pensarlo en ese instante, pero en cuanto los tumbos de la camioneta dieron con su poste final, se nos hizo evidente: Si mi compañera no se hubiera detenido dos veredas antes, durante unos segundos, para atender su teléfono (que sólo sonó tres veces y nunca llegó a obrar como una comunicación genuina), ambas descansaríamos entre el árbol y la trompa del vehículo, o lejos, llevadas por la inercia y sin quién sabe qué órgano que se nos habría independizado en el trayecto.
El impacto quedó resonando en mi conciencia con una estridencia muda. Y la pregunta se instaló para siempre: ¿Qué habría pasado si el teléfono de Carolina no hubiera sonado inútilmente unos veinte segundos antes de que el vehículo diera tres vuelcos sobre la acera en que caminábamos?
No ha pasado un día desde entonces en que la pregunta no me asalte de pronto y me lance a una intemperie aterradora.
Al principio, yo no lo veía, no lo percibía. Después aprendí a adivinar su presencia, y a verlo con los ojos.
A tal punto este hecho trastornó mi vida… Pero nunca los resultados esconden la clave. El proceso lo es todo. No hay adónde llegar. Eso lo sé hoy. Si lo hubiera visto claro en el momento en que todo esto empezó, quién sabe qué habría sucedido. De todos modos, me prometí eludir estos pensamientos. Eludirlo a él…
La obsesión fue viniendo a mí paulatinamente. Lo que en un primer momento era cerrar ojos y ver una vez más la escena, el golpe, el muerto, luego fue tornándose una pregunta larga, una pregunta que se formulaba una y otra vez, se vaciaba y llenaba de contenido, tomaba otra forma, se nutría de otros hechos, traía la cara de una niña, de un bebé, del hall de una prolija universidad, de un tren, de una invitación al té de las cinco… Pero al final siempre se quitaba el velo y descubría su cara siniestra. Cualquier objeto, cualquier paisaje, por ameno que fuera, podía transformarse en el rostro enigmático de ese sujeto. De ese hombre, venido de otro sitio. Un extranjero…
Los meses que siguieron hicieron crecer su poder. Y mi pensamiento era el campo de Marte, el terreno donde se libraba la batalla.
La pregunta no hacía más que retornar. Y yo perdía mi capacidad refractaria. En esos trances, él se apoderaba de mí. Y yo me dejaba penetrar por aquella duda, inútil duda, duda eterna que no resolvería jamás. ¿Cómo resolverla? ¿Qué habría ocurrido si el teléfono no sonaba?
Y entonces, como una cascada irrefrenable: ¿A qué debía mi estado actual, el estar viva?
¿Al hábito de mi compañera de bajar el timbre del celular al entrar a clase? ¿A su costumbre de ponerlo en la modalidad de vibrador y llevarlo al bolsillo del jean, donde no podría ignorar su reclamo? ¿Al fortuito olvido de subir la campanilla una vez fuera del aula? ¿Carolina habría detenido la marcha para atender el teléfono si no hubiera estado en el bolsillo estrecho de su jean? ¿Cuántas veces el teléfono fue a parar allí con la bocina alta? ¿Dos, tres? “Pocas, pocas veces”, me confesó. Cuando no estaba en vibrador, lo llevaba al descuido del enorme bolso de cuero donde viajaban desde el make up hasta las pruebas recién horneadas en el aula escolar.
¿Y si en cambio de pasar yo distraída frente a la preceptoría, intrigada por el comentario que Carolina me hacía, me hubiera detenido a preguntar lo que debía (si el acto patrio del día siguiente sería a las cuatro o cuatro y media) como había proyectado al entrar al edificio dos horas antes? ¿Qué, si la preceptora, tan afecta a los monosílabos, hubiera tardado lo suficiente para que Carolina saliera sola y cruzara la avenida, pero lo necesario para que yo llegara al sitio del vuelco veinte segundos antes?
Mis ejércitos a veces me eran leales. Otras veces se iban con él. Se iban mientras yo recordaba el día en que con mi padre brindamos felices por el empleo que conseguí. El festejo sucedió no menos de quince meses antes del accidente. ¿Qué habría pasado si en cambio de rechazar las horas en el colegio de artes visuales, y esperar la entrevista con la dirección del bachillerato, hubiera caminado día tras día otro trayecto? ¿Era finalmente un motivo de festejo? ¿Me habría encontrado en otra esquina la camioneta gris? ¿Qué si la decisión no pudiera cambiar mi destino de toparme con ese escollo que ha teñido mi vida con la presencia del extranjero?
Repentinamente, el rostro del indeseable me sonreía desde la ventanilla trasera de un auto detenido, como el mío, ante el semáforo. Lo miré un tiempo que no podré medir, pareció un lustro, pero dio con su fin cuando la luz verde brilló. Como una autómata, puse el cambio y avancé. No sabía adónde iba. Estaba perdida en una nebulosa confusa, olvidada de mi rutina, de mi conciencia, quizá también de mi nombre. No lo sé, no me lo pregunté. Estaba abrumada y el cuerpo ya se entregaba al mareo, cuando decidí estacionarme en el primer sitio que encontré.
Durante unos minutos estuve en esa niebla poblada por transeúntes, motores activos, gritos, todo el rumor de la ciudad. Tenía que frenar. Tenía que prometerme que no pensaría más, que me quitaría de encima la mole de granito que me ahogaba, esa responsabilidad pétrea que emergía de mi centro y crecía como un muro sin control.
Tenía que hacerlo.
Unos segundos me tomó inspirar el oxígeno suficiente y giré la llave. El motor rugió, las luces se encendieron. El pedal aguardaba. Pero él apareció, de pronto, caminando directo hacia mí. Ofuscado, enérgico, avanzaba clavando en mí su vista perversa. Traía los puños cerrados, las venas de sus antebrazos con un volumen que hablaba de la furia que traía.
Debo haberme reducido en el asiento del conductor. Debo haberme deslizado hacia los pedales por huir de su mirada, por hacerme invisible. Pero venía decidido a vencer de una vez esta guerra.
Aceleré enceguecida, con los ojos deliberadamente cerrados, anduve así varios metros, alcé los párpados y seguí en la misma carrera desesperada.
Me detuve en algún lado. No lo recuerdo. Sentía su respiración próxima. Bajé del auto. Caminé muchas cuadras. No sé cuántas, pero muchas. Llegué por fin a la barrera. Faltaban dos o tres calles para llegar. Entonces lo vi. Me miraba sentado en el andén, las piernas colgando hacia las vías. Riéndose del peligro de estar allí cuando el tren distaba segundos. Conté dos turnos de barrera baja antes de decidir si debía avanzar. Su presencia me abrumaba. Debía cruzar para llegar a la peluquería. Era tarde de sábado. Teníamos una fiesta de casamiento y todo estaba preparado excepto mi maquillaje y mi pelo. Sentí, como algo tangible, cómo subía por mi cuerpo una emoción densa. No era un pensamiento, era algo corporal, algo que crecía en mí y me tomaba completa. Sólo entonces oí la pregunta resonándome dentro:
¿Qué ocurriría si al cruzar las vías, sufriera un tropiezo y mis gritos no fueran percibidos por el conductor porque unos segundos antes oyó su canción favorita sonando en la radio y alzó el volumen para gozarla con toda atención? ¿Qué si quien tenía quince años de musicalizar el programa radial hubiera faltado a su trabajo esa tarde y el asistente cuasi adolescente de la locutora, decidiera darse el gusto de dedicarle “casualmente” el tema favorito del motorman a su reciente enamorada en el exacto momento en que el tren encendía sus motores en la estación? ¿Qué, si el banderillero viera pasar a su estafador, después de seis años de añorar este momento y pensar en él; el traidor, justo frente a su vista, a metros de donde mis ademanes de brazos podrían advertirlo del hecho de que no logro destrabar el taco de mi zapato del riel?
¿Y si, en cambio, nada de eso sucediera, ni el romance nuevito, ni la música favorita, ni el estafador, ni el taco en el riel… Y sorteara yo el peligro del tren para hallarme de improviso cien metros después con un arrebatador, que de un empellón depositara mi nuca contra el cordón de la vereda, acabando para siempre mis decisiones? ¿O me empujara con igual fuerza y la suerte quisiera que mi inercia diera sobre el pecho generoso de un hombre y él cayera, amortiguando mi propia caída, debajo de mí en medio de la calle? ¿Y si ese hombre hubiera llegado allí por infinitas acciones previas, sincronizadas, providentes, sólo para que nos topáramos y nuestros destinos se cruzaran indisolubles? ¿Si fuéramos juntos a la asistencia médica, y corroboráramos que ambos estamos salvos, sólo golpeados, con algunos magullones, y sintiéramos el deseo de una gratificación y acabáramos en un bar, tomando tequila, riendo y anotándonos mutuamente los números telefónicos?
¿Qué caminos estaba sellando para siempre cada vez que tomaba una decisión pequeña como la ordenarle al pie que avanzara un paso más? La bestia me miraba mezclado entre la gente de la estación y gozaba mi parálisis.
¿Qué, si al quedarme allí, y volver sobre mis pasos, para evitar un destino, decidiera cerrar la única senda que llevaba al encuentro casual de un extraño en la calle, un extraño atractivo, lúcido y sexualmente agresivo. El mismo que años más tarde le contará a nuestros hijos cómo nos encontramos en una tarde de invierno? ¿Arrojaría al cesto la única oportunidad que la suerte me dará para conocernos?
Un sonido, un grito, me trajo de vuelta a los pies detenidos justo antes del riel. ¿Qué estaría eligiendo con el siguiente paso? El campo de Marte estaba por sumirse en ese silencio desolado que sobreviene en el fin de una batalla. Ya podía oler su presencia, cerca, próximo a la línea que no me decidía a atravesar. Vi su rostro entre otros rostros, los ojos hundidos, esa piel entre gris y perlada, los labios oscuros, algo desdibujados… Venía paciente, sonriendo, con esa seguridad del que tiene certeza de lograrlo.
Caía la tarde. Me distraje un instante observando cómo se cruzaban la línea del asfalto con los dos rieles centelleantes. Eso fue lo último.
(M.G., 2006.)