lunes, 26 de octubre de 2015
Quintos. Práctica para integrador
Simulacro Evaluación integradora
1. Completar los blancos y luego ordenar cronológicamente los párrafos, indicando una coordenada. (Ej: 1.° F, 2.° A, etc.)
a) La figura del poeta, en este periodo, fue más que el creador de un texto, en cambio, se tornó tan protagonista como su obra, describiendo una personalidad excéntrica. Se siente ………………….. al hombre común, por su extrema ………………………. y busca a Dios en el espacio del ……………………., sitio plagado de presencias, que lo lleva a recuperar la mitología de la …………………………….. y sus contrastes. También bebe de otro movimiento, el ………………………., también caracterizado por la alternancia de elementos opuestos.
Lo más digno de expresarse en este movimiento es la ……………….., y reacciona contra el excesivo …………………………. del Movimiento ……………………….., que lo precede.
b) Un texto representativo del Movimiento del ………………………. es la obra de Cervantes, ……………………, donde temas de preocupación como la locura se plantean directamente. El protagonista se vuelve loco de tanto……………………………………., y decide salir como …………………..andante. Todo ocurre en un marco que hace contrapunto con su demencia, por lo tanto, se topa con personajes ……………………. que trabajan como venteros, prostitutas, bachilleres, campesinos. De tal modo, Cervantes utiliza la polifonía para retratar el modo de expresarse de cada ……………. social.
c) Luego de los excesos de ornamentos del …………………………., el cansancio artístico determina la creación de un nuevo Movimiento, el ……………………, donde la preocupación por la organización política de los pueblos mina todo texto artístico. Se retorna sobre los íconos de la ………………………………………, y sobre sus reglas, lo cual medra un poco la creatividad, dando a luz un tipo de literatura excesivamente racional, donde se destacan ensayos y fábulas de intención didáctica. Se trata del tiempo en que el ……………………., proceso cultural por el cual se sistematizan los saberes en una división por áreas y comienza a pensarse seriamente en la educación de los pueblos.
d) En el periodo de la …………………………………………….. cuando comienza la crisis de la moral antigua y aún no existe una alternativa ética, surgen textos como …………………………., cuyas historias enmarcadas desnudan el estado de corrupción de la sociedad en vistas del vaciamiento de los valores sostenidos en tiempos anteriores. El relato posee un marco en el cual ………………………………. viajan a la campiña ……………… para escapar de ……………………… que amenazaba a la población del siglo ……………….
e) El Movimiento llamado ………………………… surge durante el siglo XIX, como una reacción contra los problemas sociales ocasionados por la Revolución Industrial. En efecto, las fuerzas laborales distribuidas en sectores agrícolas y ganaderos de pronto dejaron su actividad rural para hacinarse en las ciudades y satisfacer las necesidades de mano de obra de los industriales. El protagonista de esta literatura deja su condición de héroe y se torna, en cambio, un sujeto representativo de un ………….. social. El eje de todo texto de este movimiento es la ……………………, es decir la construcción de argumentos y situaciones que resulten creíbles. Esto se logra mediante la descripción y la inclusión de datos ………….-……………. definidos.
f) En las bases de la Literatura Universal se yergue la cultura griega. Durante el siglo … a.C. hechos que hoy se conocen como reales motivaron la escritura de un texto llamado ………………… que relata hechos cuyo marco histórico es la célebre Guerra de…………… No obstante, el interés de ……………., su autor, se circunscribe a describir los hechos en los que se evidencia la cólera de ………….., de tal forma que a partir de una mínima muestra se despliega un mundo total.
g) ……………………. es un texto cuyo argumento describe un viaje por las regiones del Infierno, …………………. y el…………………… Allí el autor y protagonista, ……………………………., es guiado por …………………., autor de La Eneida, quien lo conduce en una catábasis similar a la que él mismo había hecho en su texto. Pero no logra acompañarlo hasta el final porque, al haber nacido…………………………. Y no haber sido……………………, no puede arribar al …………………, según se creía durante la ………………… Quien lo conduce, en ese tercer reino, es, entonces……………………, símbolo de la ……………….. que, como don de Dios, es requisito para llegar al fin del viaje.
h) En este periodo que va desde el siglo XVI hasta el XVIII se produce más que ningún otro género el de la …………………….. En el que todas estas sensaciones dominantes se hacen visibles a través de tópicos como…………………… y …………………., ya vigentes en el periodo anterior, el ………………………, pero ahora llevados al extremo, mediante el recurso de la hipérbole. Los autores que brillan en este contexto son…………………, ……………………. y la mexicana………………………. cuya defensa de las …………………… es célebre para el público más amplio.
i) Cuando la pacificación de la tierra europea y los acuerdos entre señores feudales dejaron sin función a los ejércitos, la manutención de los numerosos hombres dedicados a la guerra reclamó una solución. Así se decidió marchar hacia………………….. a una serie de expediciones llamadas ……………….., que tenían como objetivo oficial recuperar ……………………..(ciudad) para la ………………………., y recuperar las ………………… que luego serían exhibidas en monasterios. A partir de ese contacto entre Oriente y Occidente, se trajeron nuevos……………………. que pronto comenzaron a fabricarse. Obras griegas también ingresaron en Europa y estimularon la necesidad de crear …………………., centros donde difundir los nuevos y los antiguos saberes.
Texto I: Determinar género y subgénero. Justificar
Ciudad de los Césares
Los arcabuces rugían endemoniados mientras la atmósfera se poblaba de pólvora.
Cada estruendo detonaba un fuego estremecedor.
Lo único que se veía fuera de la selva y la lluvia terca, eran las melenas tupidas de los indios que huían de nosotros.
Se internaban en la selva y se hacían lluvia también, hasta perderse en la oscuridad. Ingresar en esos recodos insondables, repletos de peligros, fue uno de los momentos más temibles que mi vida recuerda. Lo más aterrador era presenciar cómo se perdían tanto en la oscuridad como en el silencio las voces de los nuestros en cuanto pasaban la segunda línea de árboles. De pronto, como si los tragara la tierra, como si otra dimensión los absorbiera, se volvían difusos e invisibles en un segundo, al tiempo en que se ahogaban las voces y reinaba el silencio unos segundos.
Después del estupor que nos poseía, se renovaban los vítores, las arengas para ganar valor, y las nuevas filas se internaban, otra vez, en la selva. Quienes quedábamos de este lado íbamos siendo diezmados por una consternación y un asombro tan dominante como impronunciado. Ninguno se atrevía siquiera a sospechar lo que allí precipitaba todo grito en el silencio más inquietante. Ni siquiera nos animábamos a mirarnos. Cada uno de nosotros clavaba la vista en la penumbra que se lo estaba comiendo todo. Hombres, armas, y caballos perdidos en el paisaje exuberante de las Indias.
Cientos de soldados se filtraron selva adentro. Muchos de ellos, amigos o viejos conocidos, que la vida me arrebató si no lo hicieron los caníbales. Jamás sabríamos qué pasó con ellos. Jamás siquiera lo habríamos sospechado si no nos hubiéramos aventurado nosotros también como una línea más de la ofensiva, fusiles en mano, machetes en el cinto, en ese insondable oscuro de la tierra.
Cuando las filas que nos precedían se perdieron en ese silencio de humeante pólvora, supe que no habría otra alternativa. Debíamos penetrar la flora sin esperanza y con el miedo en las uñas.
Dos días antes habíamos descendido de la goleta que nos llevó hasta esa costa. Y había sido inmediato el encuentro con los lugareños. Eran una tribu nutrida. Tenían una disposición abierta que, sin embargo, a mí me daba un poco de desconfianza. Quizá mi propio prejuicio, nacido de todo lo que mis ojos habían visto en la Isla de Santo Domingo, en Spiritu Sancto, y en tantos otros terrenos temibles del continente. Los demás no parecían compartir conmigo esa desconfianza. Estaban entregados a los obsequios y la atención de todas nuestras necesidades.
Durante un tiempo yo no lograba olvidarme de los peligros que podrían acecharnos. Mis compañeros llegaron incluso a burlarse de ello. Era cierto: eran mansos, y el tiempo pasaba y el otro rostro que yo adivinaba en ellos no se manifestaba. Cuando mi orgullo herido por las bromas sanó un tanto, los meses me fueron enseñando a olvidar toda suspicacia. Por fin, comencé a avergonzarme de haberlas tenido siquiera.
Hoy sé, aunque a nadie pueda decírselo, que no me equivocaba. Ellos escondían una intención más homicida que ninguna daga. Rumiaban, mientras nosotros bebíamos y comíamos sus manjares, usábamos a sus mujeres y nos repartíamos sus oros, el modo más sagaz de destruirnos. Tan sagaz que ninguno de mis coterráneos podría haberlo imaginado hasta el momento en que el final se volvió visible. Incluso he sospechado que alguno de nosotros ni siquiera fue capaz de ver su firma en el momento de morir. Algunos habrán muerto sin comprender que esos hombres a los que consideramos seres inocentes, crédulos, inofensivos e incontrastablemente inferiores por simple raza, nos asesinaron en masa sin derramar una sola gota de sangre.
Mientras nosotros nos perdíamos en su presencia por los placeres que nos servían, ellos nos estudiaban, buceaban en nuestras intenciones más oscuras, nos descubrían en las apetencias, en los egoísmos, en las ansiedades.
Por esa vía supieron que deseábamos más que nada, un paraíso hecho de lingotes de oro, una usina de bienes intercambiables por nuevos placeres pero gozados donde pudiéramos además presumir de ello. Era en Europa donde deseábamos bebernos el goce de un sorbo, porque sólo en la ostentación de nuestra grandeza habríamos de saciarnos con la gloria.
En España debía ser para que las hembras tuvieran nuestra misma blancura. Generosas caderas y piernas blandas como corresponde a una mujer deseable. Las indianas eran tan salvajes que su desnudez se nos tornaba indiferente. Desnudar a una española era infinitamente más sacrílego y por tanto placentero. No había comparación.
Y esos anfitriones del demonio lo habían notado. Lo sabían. Sabían que buscaríamos hasta que halláramos esa mina inagotable de riquezas para intercambiar hasta el cansancio en Sevilla, en Vigo, en Aragón, donde fuera, para dejarnos morir en madrugadas de excesos hasta que el corazón dijera basta. Por ello y no por benefactores nos hablaron de la Ciudad de los Césares. El sitio que habíamos soñado era una realidad incontrastable. Una fehaciente verdad que algunos privilegiados habían visto y describían con detalle. Era un sitio escarpado, difícil, muchos peligros nos separaban de él pero allí estaba, aguardándonos entre los picos y las matas.
Recuerdo todavía la mañana en que nos reunió el Capitán y nos contó lo que había escuchado directo de sus bocas. De su sacerdote. Nos habló de un mapa, que él atesoraba con tal obsesión que se negó decenas de veces a exhibirlo. Con los días un rumor que finalmente confirmé cuando Don Fernando se me topó hecho cadáver, en medio de la fuga, tenía grabado en la piel de la cara interna de una de sus piernas.
Mi propia miseria me llevó a mirarlo y tatuarlo en mi mente con una tinta tan invisible como indeleble. No deja de avergonzarme decirlo. En medio de la matanza y cuando algunos eran mutilados por los captores, la tribu más temible de una extensa región, yo me detuve entre la maleza, tomé de un pie al capitán y jalé de él hasta que lo arrastré dentro del arbusto en que me guarecí. Allí desgarré a puro cuchillo las telas que lo cubrían y entonces vi el mapa que una indiana le había grabado a fuerza de agujas y tinturas. Todavía estaba hinchada la zona. Tal vez fuera tan reciente…
Cuando los estruendos fueron alejándose desperté del letargo del terror que me mantuvo quizá muchas horas quizá minutos dentro del pajonal que me cubría. Allí perdí toda compañía. Cuando logré la valentía para salir era ya entrada la noche, las fieras habrían podido hacer conmigo un festín si no fuera porque la sangre de mis compañeros las mantenía excitadas. No veía en la penumbra, pero oía claramente ese rugir furioso que hacen los predadores cuando combaten con las fibras resistentes de la carne. Casi de rodillas fui avanzando sólo por alejarme de ese horror. Pero entonces ya llevaba conmigo lo que sería el salvoconducto.
No supe hasta que el sol estuvo bien alto en el horizonte que al menos tres docenas de nosotros habían resistido entre la matas como yo. No todos ilesos. No todos conscientes. Ninguno como yo, poseedor de un tesoro que pesó como la sepultura. Hubo que morir para sobrellevarlo.
En efecto, el tiempo posterior hizo del mapa una verdadera tortura. Tantas veces me arrepentí de haberlo visto. Del horror de desnudar a un hombre por arrebatarle un saber mezquino… A Dios me dirigí cada minuto de silencio que hice desde entonces. Y desde entonces el silencio fue mi seña. A ello debí el nombre que se me puso. Nadie dudó jamás de que conservara la capacidad de articular palabras. La había perdido en el espanto de la emboscada y no la recuperaría jamás. Eso creía el mundo, mientras yo no hacía sino rezar coronillas a Santa María en el más absoluto mutismo.
Habría sido tan difícil predecir lo que ella haría conmigo… Si yo hubiera conocido la puerta estrecha que llevaba a la Ciudad de los Césares, nuestro soñado paraíso, tal vez jamás lo habría logrado. La codicia se habría diseminado en mi ser, engangrenado mi alma, y me habría llevado directo al destino que los otros tuvieron. Porque yo también lo merecí. Pero Nuestra Señora tenía otro plan para mí. ¿Por qué yo? No lo sé. No podré saberlo. Quizá mi oración suplicante, incansable pedido de misericordia, la conmovió. No lo sé.
Tal vez mi desesperación, la entrega de todo todo todo lo que había sido antes de la expedición, de mis sueños, de mis fantasías, de mi voluntad, del deseo, de la codicia, y hasta del mismo instinto de sobrevivir la tornara mi abogada. El hombre que fui el día que me embarqué rumbo a las Indias era un desconocido para mí. Mi cuerpo respiraba sólo por no malograr un minuto la voluntad de Dios. Me había prometido vivir y penar lo que él quisiera. Lo había entregado casi todo. Y no dejaba de rezar, porque el egoísmo alzaba su último bastión en el anhelo de una muerte que se abriera con la sonrisa plácida de Nuestra Señora aguardándome… Me avergonzaba de pretenderlo siquiera, no obstante, me aferraba a esa perspectiva con ansiedad.
En ese estado todo lo que sucedía fuera de mí era como una realidad en sueños, desdibujada, lejana, indiferente. En ese estado participé de dos batallas y seis días de persecución. Oí que habíamos vencido y supe que avanzábamos sobre los indianos. Contra un pueblo que creíamos era el custodio de la Ciudad. Tomamos algunos prisioneros y retrasamos cualquier moción hasta que nuestra lengua logró comprender su dialecto. Fue en ese momento en que se nos hizo perceptible el mayor obstáculo. Los jaínos ─dos de ellos a los que nuestro capitán había hecho torturar para que confesaran─ revelaron la crucial dificultad. La ciudad era intermitente.
Aparecía y desaparecía en instantes para los ojos que pudieran verla. No todos los tenían. Un extraño hechizo la difuminaba ante la mirada de los codiciosos. “Sólo es posible verla si se tiene el corazón puro” había dicho el más pequeño de ellos. Ninguno de nosotros pareció creer en esa sentencia. O quizá, sí, y lo que falló fue el diagnóstico para el estado de las almas. La visión maculada en que el hombre se sumerge cuando está en pecado no alcanzaba para ver el lodo en el que el corazón permanecía. Ése siempre ha sido el peligro, los mismos ojos que se empantanan son los que deben ver.
El capellán había abandonado la expedición hacía tiempo. No había cómo desembarrar de modo seguro nuestras almas. A mí la oración se me había hecho carne al punto de rezar el día completo, y la noche también. No pocas veces desperté en medio de un AveMaría. Pero aunque rogara a Nuestro Señor la misericordia de su perdón, sin el sacramento de la penitencia no podía estar seguro de haber sido perdonado. Habría deseado advertir a mis compañeros sobre estos asuntos. Pero me pareció inútil. El mutismo había tornado innecesario casi todo comentario. Nadie habría oído una sentencia como ésa. Era demasiado álgido para aceptarlo. Especialmente si viniera de mí, a quien se había tildado tantas veces de “extraviado”. Por eso callé. Confié en la gracia, que los advertiría antes. Confié y recé también por ellos.
Lo que los indianos no nos advirtieron fue el destino de quienes llegaban a las puertas de la ciudad y aún así no la veían. Quizá no lo hicieron en pago por las torturas. Tal vez no lo supieran, y sólo tuvieran por seguro que ninguno de los que habían compartido esa suerte había regresado.
Dormimos en un llano desmontado la última noche juntando fuerzas para ver el paraíso, vencer sus últimas dehesas y ver por fin La Ciudad de los Césares.
Yo había sospechado lo que omitieron los cautivos muchas horas antes de oír lo que oí. Desde la explanada era aterrador escuchar cómo se ahogaba el sonido con cada fila que ingresaba en la selva. Dentro de ese bosque estaba la Ciudad. Algunos se ilusionaban pensando que el silencio era señal de que habían ingresado a sus enormes murallas, aislantes del ruido al punto de eliminarlo. Yo no. El último terror me poseía al punto de arrancarme la oración de la boca. Ni siquiera podía recordar el Padre Nuestro. Ya entonces hablaba con Nuestro Señor con mis ruegos, con una plegaria desesperada. Me sentía abandonado de Dios, aunque sabía con la razón que debía estar escuchándome…
El silencio que se instalaba desde la maleza tornaba a helarnos la sangre después de cada avanzada. Éramos un ejército diezmado al pulso de nuestra propia sangre. No había más recursos para la travesía. No había recursos, ni hombres.
No existía otra salida que el abismo de esa selva. Estuve allí cada segundo hasta el momento crucial. Y cuando llegó, cerré los ojos y corrí hacia delante, abrazándome a mi destino…
Cuando desperté, un sol centelleante me cegaba. Un olor a objeto desconocido llenaba la atmósfera. Era tan difícil diferenciar mi cuerpo del entorno cálido que me envolvía que de pronto, sin explicación, tuve la certeza de que así se sentía el vientre de mi madre.
Estuve inmóvil, los ojos cerrados durante un tiempo. No sé cuánto. Pero me resultaba doloroso abrirlos en ese resplandor. Y no me movía porque no habría querido por nada del mundo perder el estado de placidez en el que me encontraba. Ni siquiera deseaba entender bien qué lo provocaba. Sólo después supe que era un colchón inmenso, perfecto en su blandura, tan mullidamente inmóvil que uno percibía que se hundía en arenas movedizas sin descender un solo centímetro.
Algunas voces me confirmaban que no estaba solo. Pero poco importaba en realidad. Nada, me había prometido, quebraría este estado… Después de años de limpiar fusiles, de huir y perseguir, de masacrar y temer a tal punto la muerte que finalmente uno acababa deseándola, estaba en el paraíso. Inmutable paraíso. Quietud.
Texto 2: El limonero lánguido suspende...
Antonio Machado
El limonero lánguido suspende/
una pálida rama polvorienta/
sobre el encanto de la fuente limpia,/
y allá en el fondo sueñan/
los frutos de oro.../
Es una tarde clara,/
casi de primavera;/
tibia tarde de marzo,/
que al hálito de abril cercano lleva;/
y estoy solo, en el patio silencioso,/
buscando una ilusión cándida y vieja:/
alguna sombra sobre el blanco muro,/
algún recuerdo, en el pretil de piedra/
de la fuente dormido, o, en el aire,/
algún vagar de túnica ligera./
En el ambiente de la tarde flota/
ese aroma de ausencia/
que dice al alma luminosa: nunca,/
y al corazón: espera./
Ese aroma que evoca los fantasmas/
de las fragancias vírgenes y muertas./
Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,/
casi de primavera,/
tarde sin flores, cuando me traías/
el buen perfume de la hierbabuena,/
y de la buena albahaca,/
que tenía mi madre en sus macetas./
Que tú me viste hundir mis manos puras/
en el agua serena,/
para alcanzar los frutos encantados/
que hoy en el fondo de la fuente sueñan.../
Sí, te conozco, tarde alegre y clara,/
casi de primavera. /
3. Teoría: 1. ¿Qué elementos deben concurrir en un texto para que sea de “Ciencia Ficción”?
2. Origen del cuento tradicional.
Segundo simulacro de integrador
1. Completar los blancos y luego ordenar cronológicamente los párrafos, indicando una coordenada. (Ej: 1.° F, 2.° A, etc.)
a) Durante el siglo XIII, de vuelta de las …………………, un nuevo paradigma se gesta. La creación de las ………………., los sindicatos de………………., las …………………… creadas para que el saber egrese de los monasterios y la creciente preocupación por el ..........................y el abandono de la inquietud por el destino escatológico que vendría después de la muerte, revolucionan Europa. Este proceso comienza en la ………….. Edad Media y llega a su punto culmine en el Movimiento ………………., que se da entre el siglo XV y …………..
b) El contrato feudal y el nuevo orden vigente después de tiempos de guerra inaugurados por la caída del …………………. determinó un cambio literario importante. Mientras en la ……….. Edad Media no existió creación literaria, y la única actividad era la que realizaban los ……………… para conservar textos…………..antiguos, durante la nueva etapa surgen los…………………………….y las Leyendas. Tantos unos como otras poseen una finalidad social, que consiste en la conservación de ………………………… en el principio de su nación, y la transmisión de ……………………. Con el fin de enseñárselos a las nuevas generaciones.
c) A fines del SXIX dos Movimientos nuevos intentan reaccionar, cada uno a su modo, contra el Romanticismo. Uno es el ……………………. y el otro, el ……………………………….
El primero intenta ser una denuncia de los males sociales del nuevo orden. Propone, por tanto, un héroe que ya no es tal cosa, sino un tipo social que representa a todos los de su clase que sufren como él la opresión. Estos nuevos conflictos son producto del nuevo estilo social impuesto por la Revolución …………... que hace migrar a los ……………….. hacia las grandes …………………… para vivir en el hacinamiento y desarraigados de sus familias una vida de sacrificios.
d) El excesivo racionalismo del Movimiento………………………. Junto con su opresiva cantidad de normas que los artistas debían cumplir fue matando la creatividad y determinó que la nueva generación de fines del siglo …………….. propusiera mediante un primer grupo alemán llamado “Sturm und Drang”, una literatura diferente que se convertiría en el Movimiento del ……………………….., que ponderaría la ………………….. por sobre la ………………….. Sería de paradigma ………………………. y de espíritu ……………………..
e) “Las penas del joven Werther” es el texto representativo del Movimiento del ……………………………. Su autor es ………………………El protagonista es un ser sufriente a causa de que …………………………………. Y en ese pendular entre el Amor y la …………………, termina venciendo ésta última porque finalmente decide……………………………, seguro de no lograr jamás su felicidad. El texto está escrito en ……………… persona, posee referencias al tema religioso, y exhibe al protagonista como el poeta incomprendido.
f) Al Movimiento de la ……………………….. también corresponde el género teatral de la ……………, cuyo origen proviene de ritos en honor del …………………….. y se torna importante para la realización del sistema político en boga: la ……………… El motivo es que el ciudadano debe aprender a manejar sus ……………………… para lograr el equilibrio y la objetividad a la hora de intervenir en los destinos de su pueblo.
g) Gran parte de la crítica considera que la obra de Cervantes……………………………….. es una parodia de las………………..de …………………., género agotado por su excesiva repetición. No obstante, un grupo de académicos propone que en realidad se trata de un texto serio que reproduce la biografía de …………………………………………., creador de la Orden religiosa de los Jesuitas, exaltando así un ideal que parece perimido y sin embargo sigue siendo la más alta realización de la naturaleza humana.
h) “…………………………………………..” de Jonathan Swift, reflexiona en el código fabulesco de un viaje por sitios de fantasía sobre …………………………………….. de la Inglaterra de su tiempo e indirectamente del mundo todo. Si bien tiene mayor fantasía que los textos contemporáneos, su interés por la organización nacional, por la educación del ciudadano, y la difusión de los productos del Enciclopedismo dan cuenta de su pertenencia al Movimiento ……………………. Aunque este periodo ahoga un poco con su exceso de normas a los artistas, lo hace por retornar a su referente literario de equilibrio y racionalidad, la …………………. Clásica. A este periodo se le llama desde la historiografía “El siglo de ….. …………………” porque …………………………………………………………………………………………
i) La confianza excesiva en las capacidades del hombre y de su ciencia, la esperanza de acabar con la muerte llega a su fin cuando la …………….. diezma a gran parte de la población europea. Y esto determina el sentimiento de ………………… que primará en un nuevo Movimiento literario llamado………………………….., que significa ………………………
La realidad de la muerte determina cierto pesimismo y se organiza el pensamiento a partir de opuestos, entre los que se va a mover el arte …………..........
j) El ………………….. constituye una revolución que implica todos los ámbitos del saber. Mientras en las artes y la literatura se da un regreso a los temas, la estética y el paradigma de la ……………………., en las ciencias el método empírico genera una aceleración de las investigaciones, con el consiguiente desarrollo de todos los saberes que durante la …………………. habían estado supeditados a lo que la Iglesia regulaba como verdades inalterables y evidentes. La ………….. de lograr dominar completamente el entorno y la …………….. sobre todas las verdades que no han sido comprobadas contribuye al avance. La expansión también se realiza en términos geográficos, tal es el caso del………………………… de ……………………..
Texto I. Determinar género y subgéneros y justificar.
La máscara de la muerte roja
Edgar Allan Poe
La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.
Texto 2:
Caminos
De la ciudad moruna/
tras las murallas viejas,/
yo contemplo la tarde silenciosa,/
a solas con mi sombra y con mi pena./
El río va corriendo,/
entre sombrías huertas/
y grises olivares,/
por los alegres campos de Baeza/
Tienen las vides pámpanos dorados/
sobre las rojas cepas./
Guadalquivir, como un alfanje roto/
y disperso, reluce y espejea./
Lejos, los montes duermen/
envueltos en la niebla,/
niebla de otoño, maternal; descansan/
las rudas moles de su ser de piedra/
en esta tibia tarde de noviembre,/
tarde piadosa, cárdena y violeta./
El viento ha sacudido/
los mustios olmos de la carretera,/
levantando en rosados torbellinos/
el polvo de la tierra./
La luna está subiendo/
amoratada, jadeante y llena./
Los caminitos blancos/
se cruzan y se alejan,/
buscando los dispersos caseríos/
del valle y de la sierra./
Caminos de los campos.../
¡Ay, ya, no puedo caminar con ella!/
Antonio Machado
3. Teoría
1. ¿Qué percepción del hecho sobrenatural distingue al cuento maravilloso del fantástico?
2. Origen de la Tragedia.