Capítulo XIII. La Ilíada.
Lo que ocurrió no es exactamente lo que ellos habían proyectado. Habían pedido ver la muerte de Patroclo. Pero la cosa no era tan simple. Cuando abrieron los ojos, Aquiles ya había desenvainado la espada y les gritaba que salieran de allí. Dos segundos después, tres mirmidones irrumpieron y Aquiles les ordenó que los aprehendieran.
Las sogas de yute con que les ataron las manos a la espalda y los enlazaron a los dos juntos, a la altura de la cintura, dolían, eran ásperas… El piso estaba hecho de una especie de arena gruesa, rasposa y húmeda. Sentados, las piernas recogidas, espalda con espalda, ya habían agotado todo el espectro de especulaciones que se podría haber hecho sobre la situación. Que si quienes los capturaron imaginaban que eran troyanos, que si les tomarían declaración como en los tribunales. Habían acordado qué diría cada uno porque no había que pisarse. Ari pensaba que había que decir la verdad, pero Martín logró que reaccionara: si decían la verdad, jamás les creerían. Era claro, tenía que inventar una mentira verosímil que ambos dijeran con detalle y sin dudas.
Y si en un principio la situación fue tremendamente inquietante, después un silencio construido en base a las ausencias que entonces combatían lejos, en el campo de batalla, se fue tornando monótono, aburrido y, finalmente, somnífero. Dicho así, parece mentira. ¿Quién puede dormirse en una situación como ésa?
Pues se durmieron. Pero no soñaron. El sueño aqueo no era como el nuestro. Era un simple silencio, una simple oscuridad plena. Una nada. Un vacío. Martín pensó que era como si esos hombres no tuvieran recuerdos para soñar. Como si el pozo de imágenes de donde salen los sueños no existiera en ellos, no hubiera memoria en qué soñar… No se lo dijo a Ari. Era de esas cosas que percibía pero no se dejaban atrapar por palabras. No valía la pena intentar decirlas. Sólo le preguntó cómo estaba.
−Bien, bien. Me quedé dormida. ¿Qué pasó? ¿Vos estás bien?
−Sí, sí, me duelen un poco los brazos. Debe ser de tenerlos para atrás… Pero eso es nada, Ari… tenemos que pensar rápido cómo salir de acá. Ahora en serio estoy asustado. Pedimos ambos con los ojos cerrados ir a otro lado, cambiar de lugar y ¡no funcionó!
−¿Estás seguro que dijimos los dos lo mismo?
−¡Sí! Yo lo escuché perfecto. Pero aun así no funcionó…¿Qué vamos a hacer ahora? Si esa magia que creíamos que tenía este mundo no existe, ¿cómo vamos a salir de acá?
Cascos de caballos se oían repicar sobre la playa. Alguien venía. ¿Qué iban a hacer? Tenían que buscar la forma de escapar antes de que el campamento se llenara de gente.
−No nos desesperemos. Van venir a la noche. Yo leí que entre los códigos de guerra estaba el acuerdo de no pelear después de que bajara el sol.
−¡Martín! ¿No viste la película? ¡En Troya atacaban de noche! Les tiraban unos rollos de fardo. ¡Los aqueos combatían de madrugada!
−¡Con más razón! Tenemos más tiempo para encontrar la forma de irnos… Además, no podemos confiar en una película… ¡siempre tienen errores!
−Y cuando salgamos, ¿qué? ¿Adónde vamos a ir? –preguntó Ariana.
Martín respiró hondo.
−No sé. Te juro que no sé.
Capítulo XIV
Miguel salió del colegio y caminó unas veredas antes de pararse junto a la columna de luz. Quien estuviera observando la salida del colegio habría visto extraña esa actitud. Se detuvo ahí y cuando apareció uno de los grupos de chicas que venían saliendo por el portón, se corrió haciéndose invisible detrás de la columna. Era raro, sin dudas. ¿Qué hacía ahí, como espiando a sus propias compañeras, a quienes había tenido sentadas a un metro, a dos, a tres, durante cuatro horas en el aula? Josefina, Juli, Nati, Viqui y Malena salían juntas, a pura charla y risas. Cuando pasaron frente a la columna, como un susurro oyeron las más rezagadas: ¡Viqui! Malena le avisó tirándole del sweater y Viqui lo vio, ahí atrás, como escondido. El resto de las chicas siguieron caminando, ensimismadas en el teléfono, después de horas de abstinencia cibernética, o charlando mientras se alejaban. Viqui se había quedado clavada al piso. Muda, lo miraba. Son esos segundos que duran una eternidad, esos que te pueden devolver a la vida, que te pueden regalar la mejor tarde recordándolos, o que te empujan a la vergüenza, al arrepentimiento de haber frenado ahí, expuesta a la burla de los demás. Esos instantes de vértigo completo, de corazón latiendo en la garganta, de manos frías y rubor al explotar en la cara. Malena, a mitad de camino entre las que se alejaban y Viqui, también sentía que el tiempo corría más lento. Pero cuando vio que Miguel le hacía seña a Viqui de que se acercara, entendió que tenía que seguir con las chicas rumbo a la esquina. En todo caso, ahí la esperaría.
Miguel no titubeó. Tenía esa extraña mezcla de timidez y sorprendente seguridad. Ese imán la tenía completamente enganchada a Viqui. Ni siquiera podía disimularlo. Estaba ahí, esperando que él le dijera quién sabe qué. Si se hubiera visto en ese momento en el espejo, habría sentido vergüenza. Era tan obvia… Pero lo que ella ignoraba es que la seguridad de Miguel no era sino una máscara que se ponía cuando no tenía más remedio. Estaba prendido fuego. Había pensado mil veces la frase exacta que le diría. “Viqui, ¿me ayudás a estudiar?” No, era demasiado brusco. “¿Ustedes van a estudiar juntas con Malena? ¿Puedo sumarme yo?” Tampoco. Ella iba a creer que ahora que la prueba estaba cerca, la estaba usando. Jamás la había invitado antes a nada. Nunca la había esperado después de la escuela para nada. Y si ahora había decidido esperarla es porque ni siquiera tenía su teléfono para mandarle un mensaje y hablarlo de otro modo. ¿Y si se atrevía a decirle algo más? ¿Si se atrevía a decirle que le caía muy bien, que en realidad, si no fuera para tener la oportunidad de conocerla más, quizás ni siquiera estudiaría? Él nunca se preocupaba por las notas. No era novedad. Pero cuando estuvo ahí, la máscara se le pegó bien a la piel y le dijo:
−Necesito que me ayudes a estudiar. Estoy perdido.
No había terminado y Viqui ya había recorrido la sorpresa, la duda y el miedo. Se le había hecho un nudo en el centro y lo había vencido para responder:
−Sí, no hay problema.− iba a decir su nombre: “no hay problema, Miguel”. Pero le dio pudor nombrarlo delante de él. Era como si mencionarlo expusiera, en el tono, lo que era para ella “Miguel”, ese sonido musical que repetía todo el día… A Malena la tenía harta de tanto pronunciarlo. Pero ahora prefirió no decirlo. No desnudarse en la voz.
−¿Seguro? ¿Dónde y cuándo, entonces?
Viqui se paralizó. No había pensado antes que tenía que tomar una decisión. Ella podía ayudarlo. ¿Pero bajo qué condiciones? ¿Le estaba pidiendo que estudiaran solos? ¿O que lo invitara a sumarse a los ratos de estudio con Malena, a comer los brownies con la abuela? ¿Era algo personal o sólo una cuestión de estudio?
No se animó a estar sola con él. No quiso saltar como un planeador, desde el risco a la nada. Ni siquiera quiso pensarlo. ¿Si le agarraba a Miguel esa especie de reserva repentina que solía tener? Cuando se quedaba mudo… No, definitivamente no.
−Mañana nos juntamos a las once. ¿Te doy la dirección?
−Dale− anotó en el teléfono.−Gracias.− Y le dio un beso. Un beso.
Malena esperaba en la esquina.
−¿Qué pasó? ¿Qué quería?
−Nada. Estudiar con nosotras.
−¿Eh? ¿Me estás diciendo en serio?
−Sí− contestó no sin titubear un poco. −¿Qué tiene?
−¡Viqui, una cosa es que te aguante a vos hablando todo el día de este tipo raro, otra es que lo traigas a mi casa y me lo encajes todo el día!
−Pará… No sabía que te caía tan mal…
−No es que me caiga mal, pero ¿qué tiene que hacer él con nosotras? Sabés que no me siento cómoda estudiando con nadie más. Y encima él… que es…
−¿Qué es qué? ¿Raro?
−¡Sí! ¡Lo sabés! Yo no te digo nada… si te gusta, hacé lo que quieras, ¡pero en la casa de mi abuela no!
−Sos mala, Malena. “Mal-ena”, “mal-ena”, “mal-ena”…
Viqui podía ser una pesadilla de insistencia infantil. Como una nena de seis años, fue todo el camino de cuatro cuadras repitiendo como una cantinela ese “mal-ena.” Cuando llegaron a casa de la abuela, Malena se quedó ahí. Y ni siquiera la saludó. Era lo lógico, Viqui podía ser insoportable cuando quería. Pero su mantram quedó resonando en la cabeza de Malena y finalmente, cuando ya era de noche, reconoció que había estado mal. Que no era bueno dejar que sus prejuicios ganaran el partido. La llamó.
−¿Viqui? ¡Está bien! Decile que sí…
−¿Eh? ¿A quién? ¿De qué hablás?
−De Miguel. Pero avisale que mi abuela es recontra-cuida. Que ni se le ocurra nada extraño.
−¿Extraño?
−Sí, vos decile eso. Él seguro va a entender.
Viqui no reaccionó. Cuando le cayó la ficha de lo que Malena le decía, ya habían cortado. Era tarde. Ya no había posibilidad de preguntar.
¿Qué quería decir? ¿Qué sabía Malena de Miguel, que ella ignoraba?