domingo, 27 de noviembre de 2016

Terceros. Prácticas para integrador

1. Mientras se inundaba la casa, vos estabas durmiendo tranquilamente.
2. Al notar lo que debíamos hacer, los varones decidieron que no asistirían.
3. Siempre que intuyas que algo va mal, escucha tu instinto.
4. El inspector era tan hábil que resolvió el caso en minutos.
5. A pesar de que Marina y Lucía se amigaron, jamás volvieron a ser tan cercanas.
6. Si no circulan por esta vía, perderán mucho tiempo.
7. Aunque implicaron a varias personas más, nadie ignoró que el culpable fuera él.
8. Para que no supieran dónde estaba la plata, Manuel esperó que salieran y la escondió después.
9. A menos que insultes a tu maestra, jamás te retará.
10. Por más que reniegues con él, no lograrás enderezar lo que te molesta.

martes, 22 de noviembre de 2016

Terceros. Práctica para integrador

1. Con quienes no tenemos onda, no vayamos.
2. Te llamé anoche porque no me habías avisado que no vendrías al horario que acordamos.
3. Mientras no entrenes lo suficiente para que el músculo se restablezca, no podrás jugar los partidos.
4. Donde nos encontramos el otro día, se cayó el documento de Mauro.
5. Cocinamos lo que había en la heladera para que no quedara nada antes de partir.
6. Aunque caminamos hasta el faro, no encontramos almejas de las que nos describiste.
7. Si el asunto fuera tan claro, no tendríamos problemas en llegar a un acuerdo.
8. Los protagonistas se amaban tanto que no conseguían expresar lo que sentían mediante palabras.
9. La que no trataba de vencer a nadie fue quien finalmente venció.
10. Tu madre te advirtió que no tuvieras relación con el que se robó los fondos de la fundación.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Terceros. Para quienes se quedan

1. Crear cinco oraciones que tengan Proposiciones Incluidas Adverbiales Consecutivas. Analizarlas.
2. Crear cinco oraciones que tengan Proposiciones Incluidas Adverbiales Concesivas. Analizarlas.
3. Crear cinco oraciones que tengan Proposiciones Incluidas Adverbiales Condicionales. Analizarlas.
4. Crear cinco oraciones que tengan Proposiciones Incluidas Adverbiales comunes. Analizarlas.
5. Crear cinco oraciones que tengan Proposiciones Incluidas Adjetivas. Analizarlas.
6. Crear cinco oraciones que tengan Proposiciones Incluidas Sustantivas. Analizarlas.



domingo, 6 de noviembre de 2016

Terceros. Práctica y más práctica

1. Si encontraras a tu amigo con mi amiga, te llevarías una sorpresa desagradable.
2. A pesar de que tenés una gran libertad mental, todavía no lograste vencer las expectativas que tu madre puso en vos.
3. Aumentando el número de integrantes, la asamblea no logrará que se llegue a un acuerdo.
4. Subvencionaron tanto a los productores agropecuarios que los convirtieron en agentes dependientes del gobierno de turno.
5. Los estudiantes no hallarán el libro que necesitaban aunque busquen una semana en la biblioteca de la Universidad.

miércoles, 26 de octubre de 2016

Quintos. Para practicar. "Los buques suicidantes" de Horacio Quiroga


Los buques suicidantes

Horacio Quiroga



Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche no se ven ni hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro.
Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a favor de las corrientes o del viento, si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.
No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto siempre está frecuentado.
El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las tempestades y los incendios que dejan a la deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares entre las que se puede incluir lo acaecido al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de Agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al habla con una corbeta, sin acusar novedad alguna. Cuatro horas más tarde, un paquete, no teniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al María Margarita. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la menor señal de lucha ni de pánico, todo en perfecto orden; y faltaban todos. ¿Qué pasó?
La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Íbamos a Europa, y el capitán nos contaba su historia marina, perfectamente cierta, por otro lado.
La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del campo de batalla presente, oía estremecida. Las chicas nerviosas prestaban sin querer inquieto oído a la voz de los marineros en proa. Una señora recién casada se atrevió:
-¿No serán águilas?…
El capitán se sonrió bondadosamente:
-¿Qué, señora? ¿Águilas que se lleven a la tripulación?
Todos se rieron y la joven hizo lo mismo, un poco avergonzada.
Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente. Durante el viaje había sido un excelente compañero, admirando por su cuenta y riesgo, y hablando poco.
-¡Ah! ¡si nos contara, señor! -suplicó la joven de las águilas.
-No tengo inconveniente -asintió el discreto individuo-. En dos palabras -y en los mares del norte, como elMaría Margarita del capitán- encontramos una vez un barco a vela. Nuestro rumbo -viajábamos también a vela- nos llevó casi a su lado. El singular aire de abandono que no engaña en un buque, llamó nuestra atención, y disminuimos la marcha observándolo. Al fin desprendimos una chalupa; abordo no se halló a nadie, y todo estaba también en perfecto orden. Pero la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo que no sentimos mayor impresión. Aún nos reímos un poco de las famosas desapariciones súbitas.
“Ocho de nuestros hombres quedaron abordo para el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos de conserva. Al anochecer nos tomó un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre el puente. Desprendiose de nuevo la chalupa, y los que fueron recorrieron en vano el buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de lugar. El mar estaba absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún una olla con papas.
“Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra gente llegó a su colmo. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas abordo, mis nuevos compañeros se decidieron a beber para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda y a la hora la mayoría cantaba ya.
“Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la brisa cesó y las velas cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó en un cabo y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después dejó la camiseta en el cabo arrollado, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir el ruido, los otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. En seguida se olvidaron, volviendo a la apatía común.
“Al rato otro se desperezó, restregose los ojos caminando, y se tiró al agua. Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban en el hombro.
“-¿Qué hora es?
“-Las cinco -respondí.
“El viejo marinero me miró desconfiado, con las manos en los bolsillos, recostándose enfrente de mí. Miró largo rato mi pantalón, distraído. Al fin se tiró al agua.
“Los tres que quedaban se acercaron rápidamente y observaron el remolino. Se sentaron en la borda, silbando despacio, con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el puente, cansado. Los otros desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último se levantó, se compuso la ropa, apartose el pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua.
“Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo moroso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para olvidarse en seguida. Así habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los demás buques. Esto es todo.”
Nos quedamos mirando al raro hombre con excesiva curiosidad.
-¿Y usted no sintió nada? -le preguntó mi vecino de camarote.
-Sí, un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más. No sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo es este: en vez de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía, como deben de haber hecho todos, y aún los marineros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre, que noche a noche se ahorcaban.
Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Se fue al rato. El capitán lo siguió un rato de reojo.
-¡Farsante! -murmuró.
-Al contrario -dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a su tierra-. Si fuera farsante no habría dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado al agua.

Quinto. Para practicar. "La Eneida" de Virgilio

La Eneida de Virgilio
LIBRO I

Canto las armas y a ese hombre que de las costas de Troya 
llegó el primero a Italia prófugo por el hado y a las playas 
lavinias, sacudido por mar y por tierra por la violencia
de los dioses a causa de la ira obstinada de la cruel Juno,
tras mucho sufrir también en la guerra, hasta que fundó la ciudad                             5
y trajo sus dioses al Lacio; de ahí el pueblo latino        
y los padres albanos y de la alta Roma las murallas.
Cuéntame, Musa, las causas; ofendido qué numen
o dolida por qué la reina de los dioses a sufrir tantas penas
empujó a un hombre de insigne piedad, a hacer frente                                                  10
a tanta fatiga. ¿Tan grande es la ira del corazón de los dioses?
Hubo una antigua ciudad que habitaron colonos de Tiro, 
Cartago, frente a Italia y lejos de las bocas
del Tiber, rica en recursos yviolenta de afición a la guerra;
de ella se dice que Juno la cuidó por encima de todas las tierras,                               15
más incluso que a Samos. Aquí estuvieron sus armas,
aquí su carro; que ella sea la reina de los pueblos,
si los hados consienten, la diosa pretende e intenta.
Pero había oído que venía una rama de la sangre troyana
que un día habría de destruir las fortalezas tirias;                                                          20
para ruina de Libia vendría un pueblo poderoso
y orgulloso en la guerra; así lo hilaban las Parcas.
Eso temiendo y recordando la hija de Saturno otra guerra 
que ante Troya emprendiera en favor de su Argos querida,       
que aún no habían salido de su corazón las causas del enojo                                     25
ni el agudo dolor; en el fondo de su alma
clavado sigue el juicio de Paris y la ofensa de despreciar
su belleza y el odiado pueblo y los honores a Ganimedes raptado. 

lunes, 24 de octubre de 2016

Terceros. Subordinadas Adverbiales Especiales (Condicionales, Consecutivas y Concesivas)

1. Tanto intentaste ganarme, que finalmente te olvidaste de tu objetivo.
2. Siempre que me respetes, recibirás todo mi favor.
3. Si bien no pensamos igual que él, respetaremos su decisión.
4. Por más que te esfuerces en hacerme sentir mal, no vas a lograrlo.
5. A pesar de que no disfruto la playa, iré a Mar del Plata en este verano.
6. Si te adaptás rápidamente al nuevo trabajo, seguramente te ascenderán.
7. Los militares tuvieron tal valentía que los enemigos se sorprendieron considerablemente.
8. Aunque compitan exageradamente entre sí, mis hijas se quieren mucho.
9. Pese a que no llegamos a tiempo, nos recibirán igualmente la solicitud.
10. A condición de que entregues la documentación, se te dará el número.
11. A menos que resuelvas tu problema, no se te acercará alguien honesto.
12. Tuvieron tanta aceptación tus buñuelos, que en minutos no quedó ninguno.
13. Aún cuando no sepas cocinar, esto te sale muy bien.
14. Si piensas viajar hacia otro país, procura tener preparado el pasaporte.
15. Incluso cuando conoces a la persona, debes tener cuidado.
16. Siempre que pienses con cuidado tus acciones, lograrás evitar las consecuencias negativas.
17. Con tal de que cumplas con tu obligación, te dejaré salir mañana.
18. En el caso de que camines hacia el colegio, pasa por el correo a enviar esta carta.
19. Por mucho que practiques, no eres bueno para tocar la guitarra.
20. Si bien estudias mucho, tus evaluaciones no reflejan lo que sabes.

domingo, 23 de octubre de 2016

Quintos. Para practicar. "Naná"

1. ¿A qué género y subgénero pertenece el texto?
2. Considerando que se trata de un relato del siglo XIX, ¿a qué Movimiento podría pertenecer?
3. ¿Qué estilo de vida se retrata en él?
4. ¿Qué personaje es especialmente crudo y qué relación hay entre él y el carácter del texto?


Emile Zola


Naná (fragmento)

Abajo, el gran vestíbulo con losas de mármol, donde estaba el control de entrada, empezaba a llenarse de público. Por las tres verjas abiertas se veía circular la vida ardiente de los bulevares, que bullían y resplandecían en aquella hermosa noche de abril. El rodar de los carruajes se detenía un momento, las portezuelas se cerraban estrepitosamente, y todo el mundo entraba, formando pequeños grupos, detenidos unos ante la taquilla y otros subiendo la doble escalera del fondo, en donde las mujeres se retrasaban evitando los empujones con una simple inclinación del cuerpo. A la cruda claridad del gas, sobre la desnuda palidez de aquella sala, que una pobre decoración imperio convertía en un peristilo de templo de cartón, se destacaban violentamente unos altos cartelones con el nombre de Nana en grandes letras negras. Los caballeros, como pegados a la entrada, los leían; otros hablaban de pie y taponaban las puertas, mientras, cerca de la taquilla, un hombre grueso, de ancha y afeitada cara respondía bruscamente a los que insistían para conseguir una localidad.
-Ahí está Bordenave-exclamó Fauchery, bajando la escalera.
Pero el director ya le había visto.
-¡Vaya si es servicial!-le gritó desde lejos-. ¿Es así como me hace una crónica? Abro esta mañana Le Figaro, y nada.
-No tan aprisa-respondió Fauchery-. Hay que conocer a su Nana antes de hablar de ella. Además, no le prometí nada.
Luego, para cambiar de tema, presentó a su primo Héctor de la Faloise, un joven que llegaba a París para completar su formación. El director midió al joven de una ojeada mientras Héctor lo miraba con cierta emoción. Entonces, aquel era el célebre Bordenave, el exhibidor de mujeres que las trataba como un cabo de vara, el cerebro que siempre lanzaba algún reclamo, gritando, escupiendo, golpeándose los muslos, cínico y con alma de gendarme. Héctor consideró que debía decir alguna frase amable.
-Su teatro...-empezó con voz aflautada.
Bordenave le interrumpió tranquilamente, con una palabra cruda de hombre que gusta de las situaciones francas.
-Diga mi burdel.
Entonces Fauchery tuvo una risa aprobadora mientras de la Faloise se quedaba con su cumplido ahogado en la garganta, muy extrañado y tratando de digerir la expresión. El director se había apresurado a estrechar la mano de un crítico dramático cuyas reseñas gozaban de gran influencia. Cuando regresó, Héctor de la Faloise ya había recobrado su aplomo. Temía que le tratase de provinciano y estaba muy cohibido.
-Me han dicho-añadió, queriendo encontrar una frase- que Nana tiene una voz deliciosa.
-¿Ella?-gruñó el director encogiéndose de hombros-. Sí, una verdadera grulla.
El joven se apresuró a añadir:
-Además, es una excelente actriz.
-¿Ella? Un paquete. No sabe dónde poner los pies ni las manos.
Héctor de la Faloise se sonrojó ligeramente. No comprendía aquello y balbuceó: -Por nada del mundo habría faltado al estreno de esta noche. Sabía que su teatro...
-Diga mi burdel-interrumpió nuevamente Bordenave con la fría terquedad de un hombre convencido.
Fauchery, mientras tanto, observaba tranquilamente a las mujeres que entraban. Al ver que su primo se quedaba con la boca abierta, sin saber si echarse a reír o enfadarse, acudió en su ayuda. 
"

jueves, 20 de octubre de 2016

Quintos. Para practicar. "Las medias de los flamencos"

Horacio Quiroga
(1879-1937)

Las medias de los flamencos



         Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y a los peces. Los peces, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los peces estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.
         Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de plátanos, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de peces en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los peces les gritaban haciéndoles burla.
         Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgada, como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.
         Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.
         Y las más espléndidas de todas eran las víboras de que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, y negras, y bailaban como serpentinas Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en la punta de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.
         Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentinas, los flamencos se morían de envidia.
         Un flamenco dijo entonces:
         —Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
         Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.
         —¡Tan-tan! —pegaron con las patas.
         —¿Quién es? —respondió el almacenero.
         —Somos los flamencos. ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
         —No, no hay —contestó el almacenero—. ¿Están locos? En ninguna parte van a encontrar medias así. Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
         —¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
         El almacenero contestó:
         —¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte. Ustedes están locos. ¿quiénes son?
         —Somos los flamencos— respondieron ellos .
         Y el hombre dijo:
         —Entonces son con seguridad flamencos locos.
         Fueron a otro almacén.
         —¡Tan-tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
         El almacenero gritó :
         —¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras ? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse en seguida!
         Y el hombre los echó con la escoba.
         Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos.
         Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
         —¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan . No van a encontrar medias así en ningún almacén . Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
         Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron :
         —¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirte las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
         —¡Con mucho gusto! —respondió la lechuza—. Esperen un segundo, y vuelvo en seguida.
         Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral, lindísimos cueros. recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.
         —Aquí están las medias —les dijo la lechuza—. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a llorar.
         Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras como medias, metiendo las patas dentro de los cueros, que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile.
         Cuando vieron a tos flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos únicamente, y como los flamencos no dejaban un Instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.
         Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien.
         Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se agachaban también tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de la víbora es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.
         Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron en seguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.
         Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. En seguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos y alumbraron bien las patas de! flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.
         —¡No son medias!— gritaron las víboras—. ¡ Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víboras de coral
         Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola pata. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaron las medias a pedazos, enfurecidas y les mordían también las patas, para que murieran.
         Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas, Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de medias, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de sus trajes de baile.
         Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido eran venenosas.
         Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.
         Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.
         A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven en seguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.
         Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los peces saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pececito se acerca demasiado a burlarse de ellos.

Quintos. Para practicar. "No se culpe a nadie" de Cortázar

Julio Cortázar
(1914-1984)


No se culpe a nadie
(Final del juego, 1956)

         El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso, respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación, es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver, lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

martes, 11 de octubre de 2016

Quintos. Para practicar "El gesto de la muerte"

El gesto de la muerte
Jean Cocteau

Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.

Quintos. Fragmento para practicar

1. ¿A qué género y subgénero pertenece este fragmento? 
2. Describir en pocas palabras de qué trata. 
3. Arrojar una caracterización de cada personaje según lo que se trasluce del pasaje citado.



El médico a palos  de Moliére

Primer acto
Escena I (Pelean Martina y Bartolo)
BARTOLO, MARTINA
MARTINA. (Sale por el lado derecho del teatro). Haragán, ¿qué haces ahí sentado, fumando sin trabajar? ¿Sabes que tienes que acabar de partir esa leña y llevarla al lugar, y ya es cerca de mediodía?
BARTOLO. Anda, que si no es hoy será mañana.
MARTINA. Mira qué respuesta.
BARTOLO. Perdóname, mujer. Estoy cansado, y me senté un rato a fumar un cigarro.
MARTINA. ¡Dios mío, ¿por qué yo tengo que aguantar a un marido tan vago! Levántate y trabaja.
BARTOLO. Poco a poco, mujer; si acabo de sentarme.
MARTINA. Levántate.
BARTOLO. Ahora no quiero, dulce esposa.
MARTINA. ¡Sin vergüenza, eres sordo a las  obligaciones! ¡Pobre de mí!
BARTOLO. (Se escarba en el oído) ¡Ay, qué trabajo es tener mujer! Bien dice Séneca, que decía que la mejor es peor que un demonio.
MARTINA. ¡Miren qué hombre tan hábil, cita a filósofos antiguos tan grandes como Séneca!
BARTOLO. ¿Si soy hábil? A ver, a ver, búscame un leñador que sepa lo que yo sé,  o que haya servido seis años a un médico. Que haya estudiado latín… Alea iacta est, Pacta sunt servanda…
MARTINA. Ah, maldito, ¿por qué me casé contigo?
BARTOLO. ¡Maldito sea el juez que dijo esa pavada de “Acepta usted por esposa”!
MARTINA. Haragán, borracho.
BARTOLO. Tranquila, tranquila (con tono socarrón) .
MARTINA. Yo te haré cumplir con tu obligación.
BARTOLO. Mira, mujer, que me vas enfadando. (Se levanta desperezándose, toma un palo del suelo y vuelve)
MARTINA. ¡Ah, no te tengo miedo, bestia!
BARTOLO. Me estás provocando… te voy a pegar….
MARTINA. ¡Balde de vino!
BARTOLO.  Te voy a dejar la espaldita como una parrilla encendida...
MARTINA. ¡Infame, salvaje!
BARTOLO. Te voy a partir esa cabezota dura en dos o tres, ¿en cuántos trozos quieres el pastel?
MARTINA. ¿A mí? Bestia, ¿A mí?
BARTOLO. (la corre, salen de escena y se oyen golpes) Pues toma.
MARTINA. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
BARTOLO. (Vuelve a escena y dice al público) Este es el único modo de hacerla callar... (Se escucha el llanto de ella.)
BARTOLO. Ah, no…. Ah, no, me parte el alma… No! Que no llore! Martinita, ven aquí! No tengas miedo, querida.
MARTINA. (Entra) ¿Después de haberme puesto así, me llamas?
BARTOLO. Vamos, si fue sólo un llamado de atención…Si eso no ha sido nada…
MARTINA. No quiero.
BARTOLO. Vamos, hijita.
MARTINA. No quiero, no.
BARTOLO. ¡Malditas mis manos!, ven aquí…esposa mía... Ven, dame un abrazo. (Tira el palo a un lado y la abraza. La sostiene abrazada, ella en un plano inferior y como debajo de su axila)
MARTINA. ¡Qué divertido será cuando revientes!
BARTOLO. ¿Cómo dices?
MARTINA.  ¡Qué bonito es que me quieras siempre!
BARTOLO. Si se muere por mí la pobrecita... Entre dos que se quieren, diez o doce palazos no son nada... (La suelta) Bueno, ahora sí, me voy a llevar esa leña… Y ya que nos queremos tanto, te traeré una peineta elegante de la feria, para que peines esas crenchas que tienes ahí.
MARTINA. Sí, claro, querido (Aparte), ¡Ya verás cómo me las pagas, maldito! La mujer siempre tiene en su mano el modo de vengarse de su marido; ya se me ocurrirá un castigo jugoso!!!!!


Cuartos. Cuestionario Realismo y "Dos amigos"

1. ¿Cuál es la palabra clave del Realismo? ¿Cómo se logra en los textos?
2. ¿Qué proceso económico produce el gran cambio en el Siglo XIX? ¿En qué consiste esa revolución?
3. ¿Qué se propone el artista realista?
4. ¿Cómo es el héroe realista? ¿Qué tipo de temáticas trata esta literatura?
5. ¿Qué género se practica más?
6. ¿Qué es "Madame Bovary? ¿Quién es su autor? ¿Qué narra?
7. ¿Qué es "Rojo y Negro"? ¿Quién es su autor? ¿Qué narra hacia el final?
8. ¿Qué es "Dos Amigos", quién es su autor y qué narra?
9. ¿Qué proponen como nueva sensibilidad estos tres textos respecto al Romanticismo? ¿En qué detalle de cada uno se ve esa filosofía del Movimiento anterior y cómo responden estos textos realistas?
10. ¿Qué conflicto tienen los personajes de "Dos amigos"? ¿Por qué podría decirse que el espíritu trágico del Realismo se ve muy bien en este texto?

lunes, 10 de octubre de 2016

Terceros. Subordinadas Adverbiales Condicionales

1. Siempre que camines junto al río, conservarás la posibilidad de fundar la civilización que quieres.
2. Si la bibliotecaria no entiende que debe actualizar las fichas que están viejas, jamás tendremos una biblioteca seria.
3. En el caso de que no vengas mañana por la tarde, te dejo el paquete aquí, junto al escritorio.
4. Si aparentas algo que no eres, quien se enamore de tí, amará a otra persona.
5. Con la condición de que te presentes temprano en el trabajo, te daremos aquí el desayuno.

domingo, 9 de octubre de 2016

Quintos. Para practicar. "Hecho río"


Caminó entre matas dejándose pintar y despintar por la luz, a medida que avanzaba. Las sombras se inclinaban sobre él como manos que lo rozaban. El perfume de la tierra húmeda ascendía. Y él, que iba escoltado por las bayonetas de una angustia ansiosa y mortal, no frenaba. Hacia el río. Iba hacia el río. El canto del agua se oía cada vez más estridente...
Cuando las piedras musgosas estuvieron a un simple pie, las eludió. Quien lo viera quizá pensara que deseaba cruzar. Pero sus pies se sumergieron buscando el lecho, queriendo tocar el fondo.
Los sintió hacerse arena, desmigajarse en partículas pequeñísimas y rugosas, casi de vidrio molido. E imaginó que se llenaba del agua como una jeringa, desde la aguja de los tobillos hacia arriba. Siempre hacia arriba. Después, se le enfrió el hueso de la cadera y la pelvis. Y supo que una vez que el agua pasaba esa línea, lo de abajo ya estaba deshecho, ya eran moléculas en rebelión, acuosas partículas que pugnaban por independizarse de él y sumarse a la corriente, a la espuma de agua dulce que no se detenía. El pecho sintió pronto que alojaba una materia extranjera, una sustancia impropia de él. Los pulmones se hacían vejigas, riñones, recipientes perfectos para el elemento que tarde o temprano lo constituiría. Sí, porque las paredes de esos órganos también estaban destinadas a eso, a disolverse, a hacerse río.
Sin pies, sin torso, la cabeza hubo de resignarse pronto a la anegación y a la disolución de la mandíbula, de las mejillas, de las orejas lívidas de frío. Un instante después, la frente se fue destrenzando como el tejido que era, como si el gato de una vieja hubiera clavado sus garras en el extremo de lana y jugara por la sala. No había sala, ni gato, ni tejido, sólo un hombre de agua que ahora ya se iba, ya no estaba, ya era correntada.

Quintos. Para practicar. "Siesta larga de cloroformo"

La primera vez que ocurrió sentí compasión por el cuerpo que había sido abandonado ahí, en mi baño. Ésa fue mi primera reacción.
Si no hubiera sido el acto inaugural de esta pesadilla, quizá habría podido preverlo mejor que nunca. Porque esa mañana la casa tenía un olor particular. Supe después, esta serie perversa me lo enseñó, que cada vez que ocurriría, un leve perfume a, no sé, mezcla de sándalo y cloroformo invadía todo. Era un segundo, como una ráfaga o una estela que el viento trae y se lleva en un instante.
Pero esa mañana fue más intenso que nunca. Recuerdo haberlo notado. No es habitual en mí tener esa aguda observación de lo que me rodea. Soy de esos seres que son capaces de pasar mil veces por encima de un bollo de papel tirado en el piso antes de conectar con la idea de que está allí y de que debe levantarlo. No soy de los que oyen ladrar a un perro a lo lejos o el trac trac que hace el tren cuando va llegando a la estación mientras cocinan o planchan el ambo con el que irán a trabajar. No, al contrario, suelo vivir más adentro, yo diría que rumiando dentro de mis obsesiones. Eso me lleva a percibir el mundo del afuera con cierta inconsciencia. Eso es. No es que los sentidos no capten los estímulos, lo hacen y muy bien. Pero por algún motivo no aplico a esas cosas ningún juicio, ninguna reflexión, no las conecto. Mi mundo interior me absorbe lo suficiente como para que viva “distraído”−como diría mi madre− casi todo el día. Fue siempre inútil querer convencerla de que no estaba distraído sino absorbido por mí mismo… No lo entiende. Por eso, es curioso que haya sentido ese perfume y me haya preguntado de dónde provenía. Es raro. ¿Una corazonada habrá podido despertar esa observación?  
Lo cierto es que ese olor en el aire estaba iniciando una serie de horrores que me afectarían al punto de llevarme a pensar que quienes hicieron esto, tenían por objeto único volverme loco. No lo lograrán. Sin embargo, tengo que reconocer que uno llega a plantearse la pregunta cuando va por el segundo cadáver que encuentra tirado en el piso de su casa. No es fácil. No lo es especialmente después de haber vuelto embarrado, sudado y con palpitaciones, de esconder un muerto ajeno.
Pero debo comenzar el relato desde el principio para que entiendan a qué me refiero con este horror del que soy víctima.
Esa mañana me desperté, después de no haber dormido más de tres horas. Había estado de guardia en el hospital hasta tarde. Y al salir me topé con Moroni, un amigo de tiempos muy lejanos que acompañaba a alguien que esperaba en la guardia. Me quedé charlando con él unos cuantos minutos.  Recordamos el tiempo en que vivíamos en casas pegadas. Los juegos. También las peleas. Bromée sobre la melena leonesca que todavía conservaba y él se burló de mi calvicie. Reímos los dos en el hall.
 Me habré acostado como a las cuatro, o cuatro y media. Con modorra y todo me levanté. Fui a la cocina. Cargué la pava hasta la mitad y puse a calentar el agua para el mate. Después, igual que siempre, busqué mi bata, saqué de la cómoda una hoja de afeitar y me paré frente al espejo. Mi baño tiene dos compartimentos, el antebaño, donde tengo la bacha, el espejo y dos placares. Y el baño propiamente dicho, donde están los artefactos de baño, la ducha y otro gabinete. Me afeité en el primer cuarto, sin haber ingresado al otro. Pero cuanto tomé un jabón del bajomesada –quizá sea una infidencia, pero debo decir que todos los días abro un jabón nuevo y por la noche lo tiro−, ocurrió aquello. Con el jabón en mano y la bata puesta, intenté abrir la puerta que me llevaría a la ducha. Digo “intenté” porque estaba atascada, algo hacía resistencia del otro lado. No me permitía abrirla más de cuarenta centímetros. Confieso que tuve un miedo natural cuando sucedió. Al menos al principio. Después, fue mayor la curiosidad y empujé hasta que pude introducir la cabeza para ver qué era lo que impedía mi paso. Entonces, lo descubrí.  Era un cuerpo. El cuerpo de un hombre boca abajo. Los brazos extendidos a ambos lados del tronco. Un pantalón color antílope, una camisa gris oscura, el cinto negro, y descalzo.
Mi mente en segundos comenzó a afiebrarse pensando cómo había llegado ese cuerpo ahí, qué podría haberle ocurrido; si la claraboya había sido perforada; si alguien pudiera haber abierto mi casa sin que yo lo notara mientras dormía; si sería una broma y el tipo de pronto se levantaría y me confesaría que mis amigotes del hospital lo habían enviado a hacerme esta humorada, que por cierto no era para nada cómica; si yo estaría soñando que me había levantado, que había puesto la pava, que me había afeitado y tomado el jabón… Y ahora, en minutos, escucharía el despertador y me levantaría. Pero no. No sonó el despertador, chifló la pava y me obligó a reconocer que todo era opresivamente real. Era cierto, era tan palmario que desesperaba.
Tenía el cuerpo de un hombre desconocido, muerto en el baño de mi casa sin la menor prueba de que alguien hubiera forzado la puerta…
Me desesperé. Pensé que nadie me creería si dijera la verdad, porque era simplemente absurda.
La policía me preguntaría: ¿Qué relación tiene con el sujeto? Y yo diría que no lo conozco. ¿Con qué propósito lo trajo a su casa? Y yo contestaría que no lo traje yo. ¿Cómo explica que esté su cuerpo dentro de la propiedad si usted no lo trajo aquí? Y andarían buscando una motivación que explicara por qué mate a alguien que no me explico cómo llegó aquí y mucho menos cómo murió.
Supe que no había opción, tenía que deshacerme del cuerpo lo antes posible. Me vestí, pedí un taxi −estaba demasiado nervioso para manejar− y fui directo al hospital. Mientras andábamos el taxista me hablaba interminablemente, como conviene a su profesión, y yo no hacía sino planear. Llegaría a la droguería del hospital  intentando que me viera la menor cantidad de gente posible. Necesitaba todo el día para mi faena, así que me veía en la obligación de pasar un parte de enfermo. Por eso mismo, no debía dejarme ver. Traté de concentrarme en pensar cómo se hace uno invisible en una multitud. Y creí que debía quitarme la campera que me había puesto sobre el ambo.  Lamenté dejármela olvidada en el taxi, porque me había costado unos cuantos pesos, pero no había más remedio. Me la quité y la dejé sobre el asiento, justo detrás del conductor para que no la viera de inmediato. Esperé ansioso que llegara a los semáforos que están en la misma esquina del hospital.
−Déjeme aquí−le ordené.
Me dijo que eran sesenta y cinco pesos. Mi inclinación era salir corriendo y dejarle el cambio. Pero era importante que el conductor no me recordara, así que me conduje como habría hecho la mayoría. Esperé el cambio, saludé seco pero cordial, y me bajé.
Caminé con la premisa de parecer lo más regular, lo más ordinario que pude. Logré que nadie me mirara particularmente. Esperé que en la droguería hubiera poco movimiento y me filtré por la puerta del costado. Ahí tenía que haber guantes, bisturíes y casi todo lo necesario. Pero lo que no encontraría allí era la sierra. Resultaba esencial. De otro modo, no podría haber trozado los huesos… Así que corrí por el parque, por el caminito de piedras que conducía al otro edificio del hospital, e ingresé por detrás. Allí era fácil no toparse con nadie en el hall ni en las escaleras, porque eran todos quirófanos los que funcionaban allí. Yo sabía, porque muchas veces había hecho guardias en cirugía, que el depósito de instrumental estaba en la planta baja, al fondo del pasillo central. Allí fui. Sólo me crucé con una mujer que llevaba un piloto entre marrón y gris, veteado de negro. Parecía un extraño pelaje animal. Buscaba información sobre alguien que estaba siendo intervenido. Apenas me miró... Agradecí que no llegara a preguntarme. Habría sido incómodo tener que mirarla a los ojos. Cuando estuve dentro, simplemente sustraje la sierra y huí desandando todo el camino. Con la única diferencia de que no volví a entrar al edificio farmacéutico. Seguí por el senderito de piedra, rodeé la construcción central y salí airoso de la aventura, para encaramarme en un colectivo. Vi que esperaba que el semáforo lo dejara continuar su marcha. Lo detuvo el tiempo exacto que necesité para llegar hasta la parada. Tuve suerte.
Ya en mi casa, cerré todas las persianas. Encendí el hogar, que tiene un excelente tiro y jamás humea el ambiente y después me vestí con la ropa más ordinaria y vieja que tenía. Poliester. Debía ser sintético, para que al ir al fuego tardara muy poco en hacerse cenizas.
No dilaté más las cosas y me dirigí al baño. Al entrar me dio la impresión de que estaba en una posición levemente distinta a como lo había encontrado. Pero lo atribuí a mi propio manoseo del cuerpo, cuando hurgué en sus bolsillos en busca de identificación.  No encontré nada.
Pensé que ahí no podría hacer mi trabajo tranquilo, así que se me ocurrió que todo debía ser hecho en el garaje. Tomé las llaves, fui a la puerta de entrada y caminé por la vereda hasta el portón. Lo abrí. Saqué el auto y lo estacioné en la puerta. Después, entré y cerré con doble llave la puerta principal. Sólo entonces fui hasta el baño, tomé de los pies el cuerpo y lo arrastré por el pasillo hasta la puerta interior del garaje, la misma que da de la cochera al resto de la casa. Estuve torpe, porque sólo en ese momento se me ocurrió que debía haber puesto algo debajo para que no corriera la sangre por el piso. Busqué toallas pero fui incapaz de ubicarlas bajo el cuerpo. Así que sólo las acomodé alrededor, haciendo dique.
Estuve a punto de olvidarme que debía llamar al hospital para excusarme. Mentí una descompostura intestinal. Y agradecí los deseos de mejora. Luego, hice lo mío. No quiero reproducirlo. Son imágenes que prefiero olvidar. Y la palabra graba, sella, hace tangible... No voy a describirlo para someterme después a miles de imágenes que volverán a mí cíclicamente para no liberarme jamás.  
Cuando terminé, puse dentro de una caja de madera que contuvo alguna vez las herramientas de mi padre los fragmentos de lo que fue antes un hombre. Me conmueve pensarlo así. Martillé la tapa para que quedara completamente cerrada. Después, conduje muchos kilómetros por rutas provinciales intentando eludir las camineras. Finalmente, llegué a Epecuén. Fue lo único que se me ocurrió. Pensé que si la laguna había dejado un pueblo entero sepultado para siempre, sabría esconder un objeto como éste.  Así  me deshice de ella, o de él, en realidad.
Deshecho, y agotado por la tensión, volví de noche casi todo el camino. A la una iba llegando a casa cuando me sobresaltó el timbre del teléfono. Atendí. Nadie habló. Volvió a sonar pero no me dio tiempo a atender esta vez.  No quise desesperarme, preferí ignorarlo. Seguramente habrá sido otra de las estrategias de estos sujetos para desquiciarme. No les daré ese gusto...
Llegué a casa, introduje la llave en la puerta y la sentí extraña. Intenté girarla pero, por más fuerza que hice, no lo logré. Unas ganas de llorar intensas me invadieron. Me senté en el umbral. Me sentí como cuando tenía cinco años y mi vecino me pegaba a espaldas de los adultos para después poner esa cara de víctima… Esa mezcla de frustración y deseos de hacer justicia…
Un rato después me calmé y tuve la lucidez de buscar un cerrajero  “24 hs”. Lo llamé. Cuarenta minutos después llegó.  Me pidió una identificación en donde estuviera mi dirección, quería saber que no estaba siendo cómplice de un robo, naturalmente. Le mostré el registro de conducir. Recién entonces maniobró y no llegó a desarmar la cerradura. Hizo una mueca burlona cuando descubrió que me llave giraba normalmente en cuanto se la introducía hasta el fondo. Giró abriendo y cerrando alternativamente. Me molesté. Lo empujé y tomé su lugar. Giré yo mismo la puerta, y la abrí sólo un par de centímetros. Al instante, noté con horror que una ráfaga de aquel perfume aciago se nos abalanzaba.  Me adelanté a lo que vendría. Estuve seguro de que aquello que trababa la puerta era algo que el cerrajero no debía ver.  Le pagué. Le dije que hasta ahí llegaba su trabajo. Que yo me arreglaría. Lo vi irse en su auto. Me pareció que refunfuñaba entre dientes. Desapareció y yo comencé a empujar con todas mis fuerzas la puerta. En cuanto pude entrar el torso, me filtré dentro sin encender las luces.  Alumbré con la linterna del teléfono y volví a sentir lo de la primera vez. Ese extrañamiento, esa sensación de estar dentro de una película, de un cuento, de la fantasía de un perverso. Pero no. Tan material como yo mismo yacía bajo mi pie derecho un cuerpo femenino. Lo único que atiné a hacer fue a llorar. Lloré de agotamiento y desesperación. Lloré mucho tiempo. Quien sabe cuánto.
Pero esta vez no me sentí capaz de volver a empezar. Lo único que hice fue arrastrarla tomándola de los pies –era una mujer pequeña− hasta el lavadero. Pero al llegar a la arcada que separa ese ambiente, de la cocina, se atastó parte de su abrigo en una punta de la puerta plegadiza. Estaba ensangrentado, pero se veía moteado entre negro, gris  y marrón como si fuera la carne de una hiena. Me provocó repulsión la imagen, y no pude contener varias náuseas. Arcadas huecas. Hacía horas que tenía el estómago vacío...
 Mi lavadero es un cuarto contiguo a la cocina, y entre otras cosas tengo allí un freezer grande.  Intenté subir el cuerpo sobre mi espalda para volcarlo dentro. Pero la fuerza de las piernas ya no me respondía. Me sentí atrapado ¿qué haría? No tenía idea de cuánto tiempo llevaba muerta, ¿qué sucedería si la dejaba fuera unas horas más y comenzaba a echar olor? No tuve opción. Sólo cerré las dos puertas del lavadero y encendí un sahumerio de sándalo. Si el cuerpo comenzaba a heder, el perfume del sándalo debía cubrirlo. Dormiría. Cuando recuperara la fuerza, pensaría qué hacer para meterlo en el freezer y ganar tiempo.
Llegué arrastrando los pies hasta mi cama, y me desmayé sobre las cobijas, en segundos.
Cuando desperté, tardé unos instantes en recordar que mi pesadilla era de lo más real. Deseé dormirme de nuevo y sumergirme en otra realidad más amena. Pero no fue posible, ya mi tensión por lo que debía hacer me lo impidió. Me levanté, busqué la sierra, y un juego de sábanas viejas. Pero esta vez procedí en el mismo piso del lavadero. Cuando terminé, coloqué todas las piezas en varias bolsas de consorcio y las introduje en el freezer. Después, me vestí. No desayuné sino en el auto. Llevaba dos horas de retraso, así que salí de inmediato hacia el hospital.
El día de trabajo se me voló. Mi inquietud me mantuvo absorbido e hice todo mecánicamente. Otro camillero se quejó de mi  distracción porque derramé un frasco accidentalmente. Es lo único que recuerdo haber hecho ese día… Mi fama de “colgado” me justificó sin pronunciar yo una sola palabra. Ellos no pudieron imaginar en qué infierno estaba clavada mi conciencia en ese momento.
Cuando llegué a casa, agotado, muerto de hambre, tomé las llaves del portón. Había decidido no deshacerme del cuerpo que descansaba en el freezer hasta unas horas después, cuando estuviera  lúcido para pensar muy bien cada paso. Por eso, decidí que entraría el auto. Mi portón tiene tres cuerpos articulados, el primero es la puerta. Es preciso abrirla para luego deslizarla por el riel que corre junto a la pared lateral y abrir así el portón completo. Las otras dos siguen a la primera como si fuera un trencito. Cuando empujé la puerta,  la ráfaga siniestra me golpeó. ¡Otra vez ese olor! Hice el primer paso en la oscuridad, sentí que mis pies resbalaban en algo semilíquido. Encendí la luz. Era sangre, estaba por todos lados… Creo que me detuve ahí un tiempo. Estaba paralizado. ¿Quién demonios podía estar detrás de este proyecto siniestro? ¿Qué enemigo podría tener tanto poder sobre mí y pudiera ser tan hábil para hacerlo todo sin dejar rastros? Me sentí condenado. Creí que me vencería y estuve a punto de rendirme. Pensé incluso en marcar el 101 y confiarme a la pericia científica de la justicia que, con suerte y mucho tiempo, me dejaría sin culpa y cargo. Pero después pensé que ya había ocultado dos cadáveres. ¿Quién me creería que no había tenido nada que ver en sus muertes? Además, el mismo ser perverso que lograba matar y dejar sus cadáveres sería capaz también de destruir las pruebas que me exculparan. Estaba atrapado. Más que nunca.
Me quité los zapatos y fue cuando vi que la caja de herramientas estaba a un lado del cuerpo. Una caja que me resultó bien familiar. Pero no me detuve en eso. Era urgente que saliera sin dejar las huellas sanguinolientas en la vereda, así que caminé descalzo hasta el auto. Lo saqué de la rampa y lo estacioné unos metros más adelante. Regresé y cerré la puerta. Volví a mirar el cuerpo. Corrí a ponerme unos guantes y lo voltée. Lo único que rompía la monocromía de su overol era el objeto que sobresalía de su bolsillo trasero.  Una llave Stilson.  Me horroricé como nunca antes lo había hecho. Mi enemigo era mucho más temible de lo que yo había creído. El hombre que yacía en mi garaje era el cerrajero que había venido a ayudarme el día anterior.
¡Grité de pavor! Porque entendí, como en dominó, que las otras dos víctimas también debían tener alguna conexión conmigo. ¡No podían ser tan monstruosos de haber pergeñado algo tan cruel! Dejé deslizar mi espalda por la pared hasta que caí sentado, las piernas recogidas y un dolor intenso en la cervical. Me quedé así. Mascullando una desesperación que me dificultaba respirar. Sentía que mi cara estaba por explotar de rubor. Debí tener un pico de presión cuando comprendí que la primera víctima tenía la misma melena que mi amigo de infancia, el mismo que me topé en el hall del hospital unos días antes.
Recorrí mentalmente todo dato que recordara del cuerpo femenino. ¡El abrigo! Tenía un abrigo que parecía la piel de una hiena. El mismo abrigo que llevaba la mujer que me crucé en el pasillo del edificio de donde extraje la sierra…
Sólo entonces acepté que estaba perdido. Quienes estaban detrás de esto eran invencibles. La policía no necesitaría más pruebas que éstas.
Varios meses tardaron en levantar el secreto de sumario y en que mi abogado pudiera consultar el expediente. Pero cuando tuve las fotocopias en mis manos y estuve solo en la celda para sumergirme en ellas, me enteré de que la policía no había considerado determinantes las pruebas que yo había juzgado lapidarias. Por algo agregaron esas falsedades como el hallazgo de los zapatos de Moroni en mi placard y su identificación en mi locker del hospital.
Respecto a la sierra y el cloroformo extraídos, jamás lo negué. Pero no son prueba de nada que yo no haya confesado. Reconocí ante el fiscal que había trozado los cuerpos.
Pero él expuso una hipótesis sobre el cloroformo y una forma absurda de dormir a mis víctimas, para luego apuñalarlas en sitios clave. Sitios que sólo conocen quienes están relacionados con el ambiente médico. Sitios que generan una muerte rápida…

Ya no tengo dudas. El tiro de gracia de mis enemigos fue el fiscal. El fiscal era uno de ellos… 

martes, 4 de octubre de 2016

Quinto. Para practicar "El gato con botas"

El gato con botas

Anónimo

Al morir un molinero, dejó por herencia a su hijo tan solo un gato. Pero este dijo a su amo:
-No te parezca que soy poca cosa. Obedéceme y verás.
Venía la carroza del rey por el camino.
-Entra en el río -ordenó el Gato con Botas a su amo, y gritó:
-¡Socorro. ¡Se ahoga el Marqués de Carabás!
El Rey y su hija mandaron a sus criados que sacaran del río al supuesto Marqués de Carabás, y le proporcionaron un traje seco, muy bello y lujoso.
Lo invitaron a subir a la real carroza, y adelantándose el Gato por el camino, pidió a los segadores que, cuando el rey preguntara de quién eran aquellas tierras contestaran «del Marqués de Carabás».
Igual dijo a los vendimiadores, y el rey quedó maravillado de lo que poseía su amigo el Marqués.
Siempre adelantándose a la carroza, llegó el gato al castillo de un gigante, y le dijo:
-He oído que puedes convertirte en cualquier animal. Pero no lo creo.
-¿No? -gritó el gigante-. Pues convéncete.
Y en un momento tomó el aspecto de un terrible león.
-¿A que no eres capaz de convertirte en un ratón?
-¿Cómo que no? Fíjate
Se transformó en ratón y entonces ¡AUM! el Gato se lo comió de un bocado, y seguidamente salió tranquilo a esperar la carroza.
¡Bienvenidos al castillo de mi amo, el Marqués de Carabás! Pasen Su Majestad y la linda princesa a disfrutar del banquete que está preparado.
El hijo del molinero y la princesa se casaron, y fueron muy felices Todo este bienestar lo consiguieron gracias a la astucia del Gato con Botas.

Quinto. Para practicar. Garcilaso

Garcilaso de la Vega

Escrito está en mi alma vuestro gesto,
y cuanto yo escribir de vos deseo;
vos sola lo escribisteis, yo lo leo
tan solo, que aun de vos me guardo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto;
que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma mismo os quiero.

Cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir, y por vos muero.