La primera vez que ocurrió sentí compasión por el cuerpo que
había sido abandonado ahí, en mi baño. Ésa fue mi primera reacción.
Si no hubiera sido el acto inaugural de esta pesadilla,
quizá habría podido preverlo mejor que nunca. Porque esa mañana la casa tenía
un olor particular. Supe después, esta serie perversa me lo enseñó, que cada
vez que ocurriría, un leve perfume a, no sé, mezcla de sándalo y cloroformo
invadía todo. Era un segundo, como una ráfaga o una estela que el viento trae y
se lleva en un instante.
Pero esa mañana fue más intenso que nunca. Recuerdo haberlo
notado. No es habitual en mí tener esa aguda observación de lo que me rodea.
Soy de esos seres que son capaces de pasar mil veces por encima de un bollo de
papel tirado en el piso antes de conectar con la idea de que está allí y de que
debe levantarlo. No soy de los que oyen ladrar a un perro a lo lejos o el trac
trac que hace el tren cuando va llegando a la estación mientras cocinan o
planchan el ambo con el que irán a trabajar. No, al contrario, suelo vivir más
adentro, yo diría que rumiando dentro de mis obsesiones. Eso me lleva a
percibir el mundo del afuera con cierta inconsciencia. Eso es. No es que los
sentidos no capten los estímulos, lo hacen y muy bien. Pero por algún motivo no
aplico a esas cosas ningún juicio, ninguna reflexión, no las conecto. Mi mundo
interior me absorbe lo suficiente como para que viva “distraído”−como
diría mi madre− casi todo el día. Fue siempre inútil querer convencerla
de que no estaba distraído sino absorbido por mí mismo… No lo entiende. Por
eso, es curioso que haya sentido ese perfume y me haya preguntado de dónde
provenía. Es raro. ¿Una corazonada habrá podido despertar esa observación?
Lo cierto es que ese olor en el aire estaba iniciando una
serie de horrores que me afectarían al punto de llevarme a pensar que quienes
hicieron esto, tenían por objeto único volverme loco. No lo lograrán. Sin
embargo, tengo que reconocer que uno llega a plantearse la pregunta cuando va
por el segundo cadáver que encuentra tirado en el piso de su casa. No es fácil.
No lo es especialmente después de haber vuelto embarrado, sudado y con
palpitaciones, de esconder un muerto ajeno.
Pero debo comenzar el relato desde el principio para que
entiendan a qué me refiero con este horror del que soy víctima.
Esa mañana me desperté, después de no haber dormido más de
tres horas. Había estado de guardia en el hospital hasta tarde. Y al salir me
topé con Moroni, un amigo de tiempos muy lejanos que acompañaba a alguien que
esperaba en la guardia. Me quedé charlando con él unos cuantos minutos. Recordamos el tiempo en que vivíamos en casas
pegadas. Los juegos. También las peleas. Bromée sobre la melena leonesca que
todavía conservaba y él se burló de mi calvicie. Reímos los dos en el hall.
Me habré acostado
como a las cuatro, o cuatro y media. Con modorra y todo me levanté. Fui a la
cocina. Cargué la pava hasta la mitad y puse a calentar el agua para el mate.
Después, igual que siempre, busqué mi bata, saqué de la cómoda una hoja de
afeitar y me paré frente al espejo. Mi baño tiene dos compartimentos, el
antebaño, donde tengo la bacha, el espejo y dos placares. Y el baño propiamente
dicho, donde están los artefactos de baño, la ducha y otro gabinete. Me afeité
en el primer cuarto, sin haber ingresado al otro. Pero cuanto tomé un jabón del
bajomesada –quizá
sea una infidencia, pero debo decir que todos los días abro un jabón nuevo y
por la noche lo tiro−, ocurrió aquello. Con el jabón en mano y la bata puesta, intenté
abrir la puerta que me llevaría a la ducha. Digo “intenté” porque estaba
atascada, algo hacía resistencia del otro lado. No me permitía abrirla más de
cuarenta centímetros. Confieso que tuve un miedo natural cuando sucedió. Al
menos al principio. Después, fue mayor la curiosidad y empujé hasta que pude
introducir la cabeza para ver qué era lo que impedía mi paso. Entonces, lo
descubrí. Era un cuerpo. El cuerpo de un
hombre boca abajo. Los brazos extendidos a ambos lados del tronco. Un pantalón
color antílope, una camisa gris oscura, el cinto negro, y descalzo.
Mi mente en segundos comenzó a afiebrarse pensando cómo había
llegado ese cuerpo ahí, qué podría haberle ocurrido; si la claraboya había sido
perforada; si alguien pudiera haber abierto mi casa sin que yo lo notara
mientras dormía; si sería una broma y el tipo de pronto se levantaría y me
confesaría que mis amigotes del hospital lo habían enviado a hacerme esta
humorada, que por cierto no era para nada cómica; si yo estaría soñando que me
había levantado, que había puesto la pava, que me había afeitado y tomado el
jabón… Y ahora, en minutos, escucharía el despertador y me levantaría. Pero no.
No sonó el despertador, chifló la pava y me obligó a reconocer que todo era
opresivamente real. Era cierto, era tan palmario que desesperaba.
Tenía el cuerpo de un hombre desconocido, muerto en el baño de mi
casa sin la menor prueba de que alguien hubiera forzado la puerta…
Me desesperé. Pensé que nadie me creería si dijera la verdad,
porque era simplemente absurda.
La policía me preguntaría: ¿Qué relación tiene con el sujeto? Y yo
diría que no lo conozco. ¿Con qué propósito lo trajo a su casa? Y yo
contestaría que no lo traje yo. ¿Cómo explica que esté su cuerpo dentro de la
propiedad si usted no lo trajo aquí? Y andarían buscando una motivación que
explicara por qué mate a alguien que no me explico cómo llegó aquí y mucho
menos cómo murió.
Supe que no había opción, tenía que deshacerme del cuerpo lo
antes posible. Me vestí, pedí un taxi −estaba demasiado nervioso para manejar− y
fui directo al hospital. Mientras andábamos el taxista me hablaba
interminablemente, como conviene a su profesión, y yo no hacía sino planear.
Llegaría a la droguería del hospital intentando
que me viera la menor cantidad de gente posible. Necesitaba todo el día para mi
faena, así que me veía en la obligación de pasar un parte de enfermo. Por eso
mismo, no debía dejarme ver. Traté de concentrarme en pensar cómo se hace uno
invisible en una multitud. Y creí que debía quitarme la campera que me había
puesto sobre el ambo. Lamenté dejármela
olvidada en el taxi, porque me había costado unos cuantos pesos, pero no había
más remedio. Me la quité y la dejé sobre el asiento, justo detrás del conductor
para que no la viera de inmediato. Esperé ansioso que llegara a los semáforos
que están en la misma esquina del hospital.
−Déjeme aquí−le ordené.
Me dijo que eran sesenta y cinco pesos. Mi inclinación era
salir corriendo y dejarle el cambio. Pero era importante que el conductor no me
recordara, así que me conduje como habría hecho la mayoría. Esperé el cambio,
saludé seco pero cordial, y me bajé.
Caminé con la premisa de parecer lo más regular, lo más
ordinario que pude. Logré que nadie me mirara particularmente. Esperé que en la
droguería hubiera poco movimiento y me filtré por la puerta del costado. Ahí
tenía que haber guantes, bisturíes y casi todo lo necesario. Pero lo que no encontraría
allí era la sierra. Resultaba esencial. De otro modo, no podría haber trozado
los huesos… Así que corrí por el parque, por el caminito de piedras que
conducía al otro edificio del hospital, e ingresé por detrás. Allí era fácil no
toparse con nadie en el hall ni en las escaleras, porque eran todos quirófanos
los que funcionaban allí. Yo sabía, porque muchas veces había hecho guardias en
cirugía, que el depósito de instrumental estaba en la planta baja, al fondo del
pasillo central. Allí fui. Sólo me crucé con una mujer que llevaba un piloto entre
marrón y gris, veteado de negro. Parecía un extraño pelaje animal. Buscaba
información sobre alguien que estaba siendo intervenido. Apenas me miró...
Agradecí que no llegara a preguntarme. Habría sido incómodo tener que mirarla a
los ojos. Cuando estuve dentro, simplemente sustraje la sierra y huí desandando
todo el camino. Con la única diferencia de que no volví a entrar al edificio
farmacéutico. Seguí por el senderito de piedra, rodeé la construcción central y
salí airoso de la aventura, para encaramarme en un colectivo. Vi que esperaba que
el semáforo lo dejara continuar su marcha. Lo detuvo el tiempo exacto que necesité
para llegar hasta la parada. Tuve suerte.
Ya en mi casa, cerré todas las persianas. Encendí el hogar,
que tiene un excelente tiro y jamás humea el ambiente y después me vestí con la
ropa más ordinaria y vieja que tenía. Poliester. Debía ser sintético, para que
al ir al fuego tardara muy poco en hacerse cenizas.
No dilaté más las cosas y me dirigí al baño. Al entrar me
dio la impresión de que estaba en una posición levemente distinta a como lo
había encontrado. Pero lo atribuí a mi propio manoseo del cuerpo, cuando hurgué
en sus bolsillos en busca de identificación.
No encontré nada.
Pensé que ahí no podría hacer mi trabajo tranquilo, así que
se me ocurrió que todo debía ser hecho en el garaje. Tomé las llaves, fui a la
puerta de entrada y caminé por la vereda hasta el portón. Lo abrí. Saqué el
auto y lo estacioné en la puerta. Después, entré y cerré con doble llave la
puerta principal. Sólo entonces fui hasta el baño, tomé de los pies el cuerpo y
lo arrastré por el pasillo hasta la puerta interior del garaje, la misma que da
de la cochera al resto de la casa. Estuve torpe, porque sólo en ese momento se
me ocurrió que debía haber puesto algo debajo para que no corriera la sangre
por el piso. Busqué toallas pero fui incapaz de ubicarlas bajo el cuerpo. Así
que sólo las acomodé alrededor, haciendo dique.
Estuve a punto de olvidarme que debía llamar al hospital
para excusarme. Mentí una descompostura intestinal. Y agradecí los deseos de
mejora. Luego, hice lo mío. No quiero reproducirlo. Son imágenes que prefiero
olvidar. Y la palabra graba, sella, hace tangible... No voy a describirlo para
someterme después a miles de imágenes que volverán a mí cíclicamente para no
liberarme jamás.
Cuando terminé, puse dentro de una caja de madera que
contuvo alguna vez las herramientas de mi padre los fragmentos de lo que fue
antes un hombre. Me conmueve pensarlo así. Martillé la tapa para que quedara
completamente cerrada. Después, conduje muchos kilómetros por rutas
provinciales intentando eludir las camineras. Finalmente, llegué a Epecuén. Fue
lo único que se me ocurrió. Pensé que si la laguna había dejado un pueblo
entero sepultado para siempre, sabría esconder un objeto como éste. Así me
deshice de ella, o de él, en realidad.
Deshecho, y agotado por la tensión, volví de noche casi todo
el camino. A la una iba llegando a casa cuando me sobresaltó el timbre del
teléfono. Atendí. Nadie habló. Volvió a sonar pero no me dio tiempo a atender
esta vez. No quise desesperarme, preferí
ignorarlo. Seguramente habrá sido otra de las estrategias de estos sujetos para
desquiciarme. No les daré ese gusto...
Llegué a casa, introduje la llave en la puerta y la sentí
extraña. Intenté girarla pero, por más fuerza que hice, no lo logré. Unas ganas
de llorar intensas me invadieron. Me senté en el umbral. Me sentí como cuando
tenía cinco años y mi vecino me pegaba a espaldas de los adultos para después
poner esa cara de víctima… Esa mezcla de frustración y deseos de hacer justicia…
Un rato después me calmé y tuve la lucidez de buscar un
cerrajero “24 hs”. Lo llamé. Cuarenta
minutos después llegó. Me pidió una
identificación en donde estuviera mi dirección, quería saber que no estaba
siendo cómplice de un robo, naturalmente. Le mostré el registro de conducir.
Recién entonces maniobró y no llegó a desarmar la cerradura. Hizo una mueca
burlona cuando descubrió que me llave giraba normalmente en cuanto se la
introducía hasta el fondo. Giró abriendo y cerrando alternativamente. Me molesté.
Lo empujé y tomé su lugar. Giré yo mismo la puerta, y la abrí sólo un par de
centímetros. Al instante, noté con horror que una ráfaga de aquel perfume aciago
se nos abalanzaba. Me adelanté a lo que
vendría. Estuve seguro de que aquello que trababa la puerta era algo que el
cerrajero no debía ver. Le pagué. Le
dije que hasta ahí llegaba su trabajo. Que yo me arreglaría. Lo vi irse en su
auto. Me pareció que refunfuñaba entre dientes. Desapareció y yo comencé a
empujar con todas mis fuerzas la puerta. En cuanto pude entrar el torso, me
filtré dentro sin encender las luces.
Alumbré con la linterna del teléfono y volví a sentir lo de la primera
vez. Ese extrañamiento, esa sensación de estar dentro de una película, de un
cuento, de la fantasía de un perverso. Pero no. Tan material como yo mismo
yacía bajo mi pie derecho un cuerpo femenino. Lo único que atiné a hacer fue a
llorar. Lloré de agotamiento y desesperación. Lloré mucho tiempo. Quien sabe
cuánto.
Pero esta vez no me sentí capaz de volver a empezar. Lo
único que hice fue arrastrarla tomándola de los pies –era una mujer pequeña−
hasta el lavadero. Pero al llegar a la arcada que separa ese ambiente, de la
cocina, se atastó parte de su abrigo en una punta de la puerta plegadiza.
Estaba ensangrentado, pero se veía moteado entre negro, gris y marrón como si fuera la carne de una hiena.
Me provocó repulsión la imagen, y no pude contener varias náuseas. Arcadas
huecas. Hacía horas que tenía el estómago vacío...
Mi lavadero es un
cuarto contiguo a la cocina, y entre otras cosas tengo allí un freezer
grande. Intenté subir el cuerpo sobre mi
espalda para volcarlo dentro. Pero la fuerza de las piernas ya no me respondía.
Me sentí atrapado ¿qué haría? No tenía idea de cuánto tiempo llevaba muerta, ¿qué
sucedería si la dejaba fuera unas horas más y comenzaba a echar olor? No tuve
opción. Sólo cerré las dos puertas del lavadero y encendí un sahumerio de
sándalo. Si el cuerpo comenzaba a heder, el perfume del sándalo debía cubrirlo.
Dormiría. Cuando recuperara la fuerza, pensaría qué hacer para meterlo en el
freezer y ganar tiempo.
Llegué arrastrando los pies hasta mi cama, y me desmayé
sobre las cobijas, en segundos.
Cuando desperté, tardé unos instantes en recordar que mi
pesadilla era de lo más real. Deseé dormirme de nuevo y sumergirme en otra
realidad más amena. Pero no fue posible, ya mi tensión por lo que debía hacer
me lo impidió. Me levanté, busqué la sierra, y un juego de sábanas viejas. Pero
esta vez procedí en el mismo piso del lavadero. Cuando terminé, coloqué todas
las piezas en varias bolsas de consorcio y las introduje en el freezer. Después,
me vestí. No desayuné sino en el auto. Llevaba dos horas de retraso, así que
salí de inmediato hacia el hospital.
El día de trabajo se me voló. Mi inquietud me mantuvo
absorbido e hice todo mecánicamente. Otro camillero se quejó de mi distracción porque derramé un frasco
accidentalmente. Es lo único que recuerdo haber hecho ese día… Mi fama de “colgado”
me justificó sin pronunciar yo una sola palabra. Ellos no pudieron imaginar en
qué infierno estaba clavada mi conciencia en ese momento.
Cuando llegué a casa, agotado, muerto de hambre, tomé las
llaves del portón. Había decidido no deshacerme del cuerpo que descansaba en el
freezer hasta unas horas después, cuando estuviera lúcido para pensar muy bien cada paso. Por
eso, decidí que entraría el auto. Mi portón tiene tres cuerpos articulados, el
primero es la puerta. Es preciso abrirla para luego deslizarla por el riel que
corre junto a la pared lateral y abrir así el portón completo. Las otras dos
siguen a la primera como si fuera un trencito. Cuando empujé la puerta, la ráfaga siniestra me golpeó. ¡Otra vez ese
olor! Hice el primer paso en la oscuridad, sentí que mis pies resbalaban en
algo semilíquido. Encendí la luz. Era sangre, estaba por todos lados… Creo que me
detuve ahí un tiempo. Estaba paralizado. ¿Quién demonios podía estar detrás de
este proyecto siniestro? ¿Qué enemigo podría tener tanto poder sobre mí y
pudiera ser tan hábil para hacerlo todo sin dejar rastros? Me sentí condenado.
Creí que me vencería y estuve a punto de rendirme. Pensé incluso en marcar el
101 y confiarme a la pericia científica de la justicia que, con suerte y mucho
tiempo, me dejaría sin culpa y cargo. Pero después pensé que ya había ocultado
dos cadáveres. ¿Quién me creería que no había tenido nada que ver en sus
muertes? Además, el mismo ser perverso que lograba matar y dejar sus cadáveres
sería capaz también de destruir las pruebas que me exculparan. Estaba atrapado.
Más que nunca.
Me quité los zapatos y fue cuando vi que la caja de
herramientas estaba a un lado del cuerpo. Una caja que me resultó bien
familiar. Pero no me detuve en eso. Era urgente que saliera sin dejar las
huellas sanguinolientas en la vereda, así que caminé descalzo hasta el auto. Lo
saqué de la rampa y lo estacioné unos metros más adelante. Regresé y cerré la
puerta. Volví a mirar el cuerpo. Corrí a ponerme unos guantes y lo voltée. Lo
único que rompía la monocromía de su overol era el objeto que sobresalía de su
bolsillo trasero. Una llave
Stilson. Me horroricé como nunca antes
lo había hecho. Mi enemigo era mucho más temible de lo que yo había creído. El
hombre que yacía en mi garaje era el cerrajero que había venido a ayudarme el
día anterior.
¡Grité de pavor! Porque entendí, como en dominó, que las
otras dos víctimas también debían tener alguna conexión conmigo. ¡No podían ser
tan monstruosos de haber pergeñado algo tan cruel! Dejé deslizar mi espalda por
la pared hasta que caí sentado, las piernas recogidas y un dolor intenso en la
cervical. Me quedé así. Mascullando una desesperación que me dificultaba
respirar. Sentía que mi cara estaba por explotar de rubor. Debí tener un pico
de presión cuando comprendí que la primera víctima tenía la misma melena que mi
amigo de infancia, el mismo que me topé en el hall del hospital unos días
antes.
Recorrí mentalmente todo dato que recordara del cuerpo
femenino. ¡El abrigo! Tenía un abrigo que parecía la piel de una hiena. El
mismo abrigo que llevaba la mujer que me crucé en el pasillo del edificio de
donde extraje la sierra…
Sólo entonces acepté que estaba perdido. Quienes estaban
detrás de esto eran invencibles. La policía no necesitaría más pruebas que
éstas.
Varios meses tardaron en levantar el secreto de sumario y en
que mi abogado pudiera consultar el expediente. Pero cuando tuve las fotocopias
en mis manos y estuve solo en la celda para sumergirme en ellas, me enteré de
que la policía no había considerado determinantes las pruebas que yo había
juzgado lapidarias. Por algo agregaron esas falsedades como el hallazgo de los
zapatos de Moroni en mi placard y su identificación en mi locker del hospital.
Respecto a la sierra y el cloroformo extraídos, jamás lo
negué. Pero no son prueba de nada que yo no haya confesado. Reconocí ante el
fiscal que había trozado los cuerpos.
Pero él expuso una hipótesis sobre el cloroformo y una forma
absurda de dormir a mis víctimas, para luego apuñalarlas en sitios clave. Sitios
que sólo conocen quienes están relacionados con el ambiente médico. Sitios que
generan una muerte rápida…
Ya no tengo dudas. El tiro de gracia de mis enemigos fue el
fiscal. El fiscal era uno de ellos…