LA MUERTE VIAJA A CABALLO
Ednodio Quintero (Venezuela, 1947)
Al
atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una
extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel
presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la
sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta
resignación, descolgó la escopeta.
A
horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río,
avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su
mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana,
aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y
jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado
desde siempre este momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete,
con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a
tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.
La
detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento
cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos
establecido un acuerdo previo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se
desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún
caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos,
alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida
del abuelo.
La
línea de la vida, Caracas, Fundarte, 1988, Pág. 11