1. Proponer dos alternativas para género según la apertura de sentido de realidad. Justificar
2. ¿Cómo se desliza la ubicación temporo-espacial? Enumerar los datos.
3. ¿Qué evolución o involución moral sufre el personaje? ¿Qué hechos la describen?
4. ¿Qué intertexto legendario de transmisión oral es punto de partida para el relato?
5. ¿Indicio de qué podría ser la siguiente cita:"De pronto, como si los tragara la tierra, como si otra dimensión los absorbiera, se volvían difusos e invisibles en un segundo, al tiempo en que se ahogaban las voces y reinaba el silencio unos segundos."?
Ciudad de los Césares
2. ¿Cómo se desliza la ubicación temporo-espacial? Enumerar los datos.
3. ¿Qué evolución o involución moral sufre el personaje? ¿Qué hechos la describen?
4. ¿Qué intertexto legendario de transmisión oral es punto de partida para el relato?
5. ¿Indicio de qué podría ser la siguiente cita:"De pronto, como si los tragara la tierra, como si otra dimensión los absorbiera, se volvían difusos e invisibles en un segundo, al tiempo en que se ahogaban las voces y reinaba el silencio unos segundos."?
Ciudad de los Césares
Los arcabuces rugían endemoniados mientras la atmósfera se poblaba de
pólvora.
Cada estruendo detonaba un fuego estremecedor.
Lo único que se veía fuera de la selva y la lluvia terca, eran las
melenas tupidas de los indios que huían de nosotros.
Se internaban en la selva y se hacían lluvia también, hasta perderse en
la oscuridad.
Ingresar en esos recodos insondables, repletos de peligros, fue uno de los momentos más temibles que mi
vida recuerda. Lo más aterrador era presenciar cómo se perdían tanto en la
oscuridad como en el silencio las voces de los nuestros, en cuanto pasaban la
segunda línea de árboles.
De pronto, como si los tragara la tierra, como si otra dimensión los
absorbiera, se volvían difusos e invisibles en un segundo, al tiempo en que se
ahogaban las voces y reinaba el silencio unos segundos.
Después del estupor que nos poseía, se renovaban los vítores, las arengas
para ganar valor, y las nuevas filas se internaban, otra vez, en la selva.
Quienes quedábamos de este lado íbamos
siendo diezmados por una consternación y un asombro tan dominante como
impronunciado. Ninguno se atrevía siquiera a sospechar lo que allí precipitaba
todo grito en el silencio más inquietante. Ni siquiera nos animábamos a
mirarnos. Cada uno de nosotros clavaba la vista en la penumbra que se lo estaba
comiendo todo. Hombres, armas, y caballos perdidos en el paisaje exuberante de
las Indias.
Cientos de soldados se filtraron selva adentro. Muchos de ellos, amigos
o viejos conocidos, que la vida me arrebató si no lo hicieron los caníbales.
Jamás sabríamos qué pasó con ellos. Jamás siquiera lo habríamos sospechado si
no nos hubiéramos aventurado nosotros también como una línea más de la
ofensiva, fusiles en mano, machetes en el cinto, en ese insondable oscuro de la
tierra.
Cuando las filas que nos precedían se perdieron en ese silencio de
humeante pólvora, supe que no habría otra alternativa. Debíamos penetrar la
flora sin esperanza y con el miedo en las uñas.
Dos años antes habíamos descendido de la goleta que nos llevó hasta esa
costa. Y había sido inmediato el encuentro con los lugareños. Eran una tribu
nutrida. Tenían una disposición abierta que, sin embargo, a mí me daba un poco
de desconfianza. Quizá mi propio prejuicio, nacido de todo lo que mis ojos
habían visto en la Isla de Santo Domingo, en Spiritu Sancto, y en tantos otros
terrenos temibles del continente.
Los demás no parecían compartir conmigo esa desconfianza. Estaban
entregados a los obsequios y la atención de todas nuestras necesidades.
Durante un tiempo yo no lograba olvidarme de los peligros que podrían
acecharnos. Mis compañeros llegaron incluso a burlarse de ello. Era cierto: eran
mansos, y el tiempo pasaba y el otro rostro que yo adivinaba en ellos no se
manifestaba. Cuando mi orgullo herido por las bromas sanó un tanto, los meses
me fueron enseñando a olvidar toda suspicacia. Por fin, comencé a avergonzarme
de haberlas tenido siquiera.
Hoy sé, aunque a nadie pueda decírselo, que no me equivocaba. Ellos
escondían una intención más homicida que ninguna daga. Rumiaban, mientras
nosotros bebíamos y comíamos sus manjares, usábamos a sus mujeres y nos
repartíamos sus oros, el modo más sagaz de destruirnos. Tan sagaz que ninguno
de mis coterráneos podría haberlo imaginado hasta el momento en que el final se
volvió visible.
Incluso he sospechado que alguno
de nosotros ni siquiera fue capaz de ver su firma en el momento de morir. Algunos
habrán muerto sin comprender que esos hombres a los que consideramos seres
inocentes, crédulos, inofensivos e incontrastablemente inferiores por simple
raza, nos asesinaron en masa sin derramar una sola gota de sangre.
Mientras nosotros nos perdíamos en su presencia por los placeres que
nos servían, ellos nos estudiaban, buceaban en nuestras intenciones más
oscuras, nos descubrían en las apetencias, en los egoísmos, en las ansiedades.
Por esa vía supieron que deseábamos más que nada, un paraíso hecho de
lingotes de oro, una usina de bienes intercambiables por nuevos placeres pero
gozados donde pudiéramos además presumir de ello. Era en Europa donde
deseábamos bebernos el goce de un sorbo, porque sólo en la ostentación de
nuestra grandeza habríamos de saciarnos con la gloria.
En España debía ser para que las hembras tuvieran nuestra misma
blancura. Generosas caderas y piernas blandas como corresponde a una mujer
deseable. Las indianas eran tan salvajes que su desnudez se nos tornaba
indiferente. Desnudar a una española era infinitamente más sacrílego y por
tanto placentero. No había comparación.
Y esos anfitriones del demonio lo habían notado. Lo sabían. Sabían que
buscaríamos hasta que halláramos esa mina inagotable de riquezas para
intercambiar hasta el cansancio en Sevilla, en Vigo, en Aragón, donde fuera,
para dejarnos morir en madrugadas de
excesos hasta que el corazón dijera basta. Por ello y no por benefactores nos hablaron de
la Ciudad de los Césares. El sitio que habíamos soñado era una realidad
incontrastable. Una fehaciente verdad que algunos privilegiados habían visto y
describían con detalle. Era un sitio escarpado, difícil, muchos peligros nos
separaban de él pero allí estaba, aguardándonos entre los picos y las matas.
Recuerdo todavía la mañana en que nos reunió el Capitán y nos contó lo
que había escuchado directo de sus bocas. De su sacerdote. Nos habló de un
mapa, que él atesoraba con tal obsesión que se negó decenas de veces a
exhibirlo. Con los días un rumor que finalmente confirmé circuló. Lo supe cuando
Don Fernando se me topó hecho cadáver, en medio de la fuga. Tenía grabado el
mapa en la piel de la cara interna de su pierna.
Mi propia miseria me llevó a mirarlo y tatuarlo en mi mente con una
tinta tan invisible como indeleble. No deja de avergonzarme decirlo. En medio
de la matanza y cuando algunos eran mutilados por los captores, la tribu más
temible de una extensa región, yo me detuve entre la maleza, tomé de un pie al
capitán y jalé de él hasta que lo arrastré dentro del arbusto en que me
guarecí. Allí desgarré a puro cuchillo las telas que lo cubrían y entonces vi
el mapa que una indiana le había grabado a fuerza de agujas y tinturas. Todavía
estaba hinchada la zona. Tal vez fuera tan reciente…
Cuando los estruendos fueron alejándose desperté del letargo de un
terror que me mantuvo quizá muchas horas quizá minutos dentro del pajonal que
me cubría. Allí perdí toda compañía. Cuando logré la valentía para salir era ya
entrada la noche, las fieras habrían podido hacer conmigo un festín si no fuera
porque la sangre de mis compañeros las mantenía excitadas. No veía en la
penumbra, pero oía claramente ese rugir furioso que hacen los predadores cuando
combaten con las fibras resistentes de la carne. Casi de rodillas fui avanzando
sólo por alejarme de ese horror. Pero entonces ya llevaba conmigo lo que sería
el salvoconducto.
No supe hasta que el sol estuvo bien alto en el horizonte que al menos
tres docenas de nosotros habían resistido entre la matas como yo. No todos
ilesos. No todos conscientes. Ninguno como yo, poseedor de un tesoro que pesó
como la sepultura. Hubo que morir para sobrellevarlo.
En efecto, el tiempo posterior hizo del mapa una verdadera tortura.
Tantas veces me arrepentí de haberlo visto y de haberlo dibujado para los
demás…. Del horror de desnudar a un hombre por arrebatarle un saber mezquino…
A Dios me dirigí cada minuto de silencio que hice desde entonces. Y
desde entonces el silencio fue mi seña. A ello debí el nombre que se me puso.
Nadie dudó jamás de que conservara la capacidad de articular palabras. La había
perdido en el espanto de la emboscada y no la recuperaría jamás. Eso creía el
mundo, mientras yo no hacía sino rezar coronillas a Santa María en el más
absoluto mutismo.
Habría sido tan difícil predecir lo que ella haría conmigo… Si yo hubiera conocido la puerta estrecha que
llevaba a la Ciudad de los Césares, nuestro soñado paraíso, tal vez jamás lo
habría logrado. La codicia se habría diseminado en mi ser, engangrenado mi
alma, y me habría llevado directo al destino que los otros tuvieron. Porque yo
también lo merecí. Pero Nuestra Señora tenía otro plan para mí. ¿Por qué yo? No
lo sé. No podré saberlo. Quizá mi oración suplicante, incansable pedido de
misericordia, la conmovió. No lo sé.
Tal vez mi desesperación, la entrega de todo todo todo lo que había
sido antes de la expedición, de mis sueños, de mis fantasías, de mi voluntad,
del deseo, de la codicia, y hasta del mismo instinto de sobrevivir la tornara
mi abogada. El hombre que fui el día que
me embarqué rumbo a las Indias era un desconocido para mí. Mi cuerpo respiraba
sólo por no malograr un minuto la voluntad de Dios. Me había prometido vivir y
penar lo que él quisiera. Lo había entregado casi todo. Y no dejaba de rezar,
porque el egoísmo alzaba su último bastión en el anhelo de una muerte que se
abriera con la sonrisa plácida de Nuestra Señora aguardándome… Me avergonzaba de pretenderlo siquiera, no
obstante, me aferraba a esa perspectiva con ansiedad.
En ese estado todo lo que sucedía fuera de mí era como una realidad en
sueños, desdibujada, lejana, indiferente. En ese estado participé de dos
batallas y seis días de persecución. Oí que habíamos vencido y supe que
avanzábamos sobre los indianos. Contra un pueblo que creíamos era el custodio
de la Ciudad. Tomamos algunos prisioneros y retrasamos cualquier moción hasta
que nuestra lengua logró comprender su dialecto. Fue en ese momento en que se
nos hizo perceptible el mayor obstáculo. Los jaínos ─dos de ellos a los que nuestro capitán
había hecho torturar para que confesaran─ revelaron la crucial dificultad. La ciudad era
intermitente.
Aparecía y desaparecía en instantes para los ojos que pudieran verla.
No todos los tenían. Un extraño hechizo
la difuminaba ante la mirada de los codiciosos. “Sólo es posible verla si se
tiene el corazón puro” había dicho el
más pequeño de ellos. Ninguno de nosotros pareció creer en esa sentencia. O
quizá, sí, y lo que falló fue el diagnóstico para el estado de las almas. La
visión maculada en que el hombre se sumerge cuando está en pecado no alcanzaba
para ver el lodo en el que el corazón permanecía. Ése siempre ha sido el
peligro, los mismos ojos que se empantanan son los que deben ver.
El capellán había abandonado la expedición hacía tiempo. No había cómo desembarrar de modo seguro
nuestras almas. A mí la oración se me
había hecho carne al punto de rezar el día completo, y la noche también. No
pocas veces desperté en medio de un AveMaría. Pero aunque rogara a Nuestro
Señor la misericordia de su perdón, sin el sacramento de la penitencia no podía
estar seguro de haber sido perdonado. Habría deseado advertir a mis compañeros
sobre estos asuntos. Pero me pareció inútil. El mutismo había tornado
innecesario casi todo comentario. Nadie
habría oído una sentencia como ésa. Era demasiado álgido para aceptarlo.
Especialmente si viniera de mí, a quien se había tildado tantas veces de
“extraviado”. Por eso callé. Confié en la gracia, que los advertiría antes.
Confié y recé también por ellos.
Lo que los indianos no nos advirtieron fue el destino de quienes
llegaban a las puertas de la ciudad y aún así no la veían. Quizá no lo hicieron
en pago por las torturas. Tal vez no lo
supieran, y sólo tuvieran por seguro que ninguno de los que habían compartido
esa suerte había regresado.
Dormimos en un llano desmontado la última noche juntando fuerzas para
ver el paraíso, vencer sus últimas dehesas y ver por fin La Ciudad de los
Césares.
Yo había sospechado lo que omitieron los cautivos muchas horas antes de
oír lo que oí. Desde la explanada era
aterrador escuchar cómo se ahogaba el sonido con cada fila que ingresaba en la
selva. Dentro de ese bosque estaba la
Ciudad. Algunos se ilusionaban pensando que el silencio era señal de que habían
ingresado a sus enormes murallas, aislantes del ruido al punto de eliminarlo.
Yo no. El último terror me poseía al punto de arrancarme la oración de la boca.
Ni siquiera podía recordar el Padre Nuestro. Ya entonces hablaba con Nuestro
Señor con gemidos, con una plegaria desesperada. Me sentía abandonado de Dios,
aunque sabía con la razón que debía estar escuchándome…
El silencio que se instalaba desde la maleza tornaba a helarnos la sangre
después de cada avanzada. Éramos un ejército diezmado al pulso de nuestra
propio corazón. No había más recursos para la travesía. No había recursos, ni hombres.
No existía otra salida que el
abismo de esa selva. Estuve allí cada segundo hasta el momento crucial. Y
cuando llegó, cerré los ojos y corrí hacia delante, abrazándome a mi destino…
Cuando desperté, un sol centelleante me cegaba. Un olor a objeto
desconocido llenaba la atmósfera. Era tan difícil diferenciar mi cuerpo del
entorno cálido que me envolvía que de pronto, sin explicación, tuve la certeza
de que así se sentía el vientre de mi madre.
Estuve inmóvil, los ojos cerrados durante un tiempo. No sé cuánto. Pero
me resultaba doloroso abrirlos en ese resplandor. Y no me movía porque no
habría querido por nada del mundo perder el estado de placidez en el que me
encontraba. Ni siquiera deseaba entender bien qué lo provocaba. Sólo después
supe que era un colchón inmenso, perfecto en su blandura, tan mullidamente
inmóvil que uno percibía que se hundía en arenas movedizas sin descender un
solo centímetro.
Algunas voces me confirmaban que no estaba solo. Pero poco importaba en
realidad. Nada, me había prometido, quebraría este estado… Después de años de limpiar fusiles, de huir y
perseguir, de masacrar y temer a tal punto la muerte que finalmente uno acababa
deseándola, estaba en el paraíso. Inmutable paraíso. Quietud.