Evaluación Quinto
A. Responder: ¿Qué es un Cantar de
Gesta? ¿A qué época y realidad histórica pertenece? Ejemplificar con un texto.
B. ¿Qué es el teatro isabelino?
Marco histórico y características de su poética.
C.
¿Qué
es la dramática? ¿Porqué Aristóteles la califica de “mímesis perfecta”? ¿Qué la
diferencia del drama?
D. Determinar a qué género y
subgénero pertenece el siguiente texto y analizar métrica, rima y recursos.
Lunas, marfiles,
instrumentos, rosas,
lámparas y la línea de Durero,
las nueve cifras y el cambiante cero,
debo fingir que existen esas cosas.
Debo fingir que en el pasado fueron
Persépolis y Roma y que una arena
sutil midió la suerte de la almena
que los siglos de hierro deshicieron.
Debo fingir las armas y la pira
de la epopeya y los pesados mares
que roen de la tierra los pilares.
Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura
y mi ventura, inagotable y pura.
lámparas y la línea de Durero,
las nueve cifras y el cambiante cero,
debo fingir que existen esas cosas.
Debo fingir que en el pasado fueron
Persépolis y Roma y que una arena
sutil midió la suerte de la almena
que los siglos de hierro deshicieron.
Debo fingir las armas y la pira
de la epopeya y los pesados mares
que roen de la tierra los pilares.
Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura
y mi ventura, inagotable y pura.
E.
Determinar a qué género y subgénero pertenece el
siguiente texto. Referir la poética de cada categoría.
El muerto
(El Aleph
(1949)
Que un hombre del suburbio de Buenos
Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje,
se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a
capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo
entienden así, quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso
no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un
balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su
aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas.
Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891,
diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de
reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente;
no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de
huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal
Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y
crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y
tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en
un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un
cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el
puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el
entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y
de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo,
rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira
da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su
rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su
empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno
más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el
altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los
troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad
Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los
hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche
con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún
remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración,
cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora
recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de
júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El
hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que
da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está
esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado.
Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está
pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una
tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida
distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del
caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre,
porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar,
así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la
llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los
barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a
jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y
las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el
sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de
aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser
hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada,
los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació
del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo,
oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y
casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de
Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser
un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los
compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de
caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la
ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por
entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora
regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece
muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el
último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor,
que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el
mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente
humillado, pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y
oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un
resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de
fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada.
Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo
define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota
las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los
esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En
eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a
medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se
incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus
dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para
irse.
Días después, les llega la orden de ir
al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de
la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el
último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y
menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que
Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara
que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora
comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible.
Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos
y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan
una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan
cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete
sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga
o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera
abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a
mera barbarie. Sabe, eso si, que para el plan que está maquinando tiene que
ganar su amistad.
Entra después en el destino de
Benjamin Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y
que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo
liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el
muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo
resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de
un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se
ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva,
en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando
veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que
se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en
jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le
promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas.
Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus
órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un
mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense;
Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el
hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del
jete y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche
duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de
estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es
nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo
toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia
corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres
del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero.
Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa,
Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa
torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno
entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce
campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta
y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si
esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina
y se arrastra, el jefe le ordena:
—Ya que vos y el porteño se quieren
tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La
mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan
sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez
ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el
principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han
permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque
para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.